sábado, 16 de diciembre de 2023

Notas sobre la abolición de la familia hoy

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«La familia moderna contiene en germen, no solo la esclavitud (servitus), sino también la servidumbre, y desde el comienzo mismo guarda relación con las cargas en la agricultura. Encierra, in miniatura, todos los antagonismos que se desarrollan más adelante en la sociedad y en su Estado.» (Marx citado por Engels en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado)
 
La familia es una institución privada de reproducción y domesticación social de y para el Capital en la vida cotidiana: reproducción de la fuerza de trabajo y su división sexual, de las relaciones mercantiles, del Estado y su jerarquía, de los roles sociales y de género impuestos, de la moral burguesa y la psicología egocéntrica... en fin, de la miseria de las circunstancias y las subjetividades hegemónicas. La familia es el espacio donde se privatizan y se trastornan los cuidados y los afectos. 
 
Por lo tanto, abolir la familia no significa abolir los lazos consanguíneos y los vínculos afectivos entre las personas –que quede claro para que algun@s no se espanten–, sino abolirla como institución capitalista, patriarcal, carcelaria, ciudadana, moralista y psiquiatrizada, hoy por hoy en crisis, pero todavía en pie. Sustituyéndola por una comunidad humana real de hombres, mujeres, jóvenes y niñ@s libres, divers@s, autorregulad@s y solidari@s en todos los aspectos de la vida. Abolir la familia = comunizar los cuidados y los afectos.

Como dicen l@s compañer@s M.E. O'Brien y Rojo del Arcoíris:
«Construid Comunas» y «Criad a les niñes de la Comuna». Criarl@s entre tod@s, porque serían hij@s de toda la Comuna. También dicen: «Las comunistas queer no queremos robarte a tu abuela, queremos que florezcan cien abuelas.» Lo mismo aplica para los padres que no patriarcas–, las madres –que no matriarcas tampoco y l@s herman@s, más allá del parentesco de consanguinidad: amig@s, vecin@s, etc., reunid@s y "reinventad@s" en comunidad. 
 
«Hay vida más allá de la familia: la solidaridad como parentesco alternativo». Ese más allá de la familia es la comunidad: no la comunidad ilusoria pero con fuerza material del Capital, sino la comunidad real de la humanidad emancipada del Capital gracias a la revolución social y sexual, con todas las contradicciones e imperfecciones que ésta tendría dada la catástrofe capitalista actual. Como dicen otr@s compañeros: sería un «comunismo de desastre», pero sería la única alternativa revolucionaria concreta para dejar atrás tanto el canibalismo social como el cambio climático que hoy nos acechan. Hay vida más allá de la familia... y de la catástrofe capitalista: la comunidad humana real, no perfecta pero sí real. 

En otras palabras, se trata de liberar y transformar radicalmente la energía social y psíquica para el bienestar común como especie en equilibrio con la naturaleza, creando y multiplicando relaciones de solidaridad. Ni patria ni matria: fratria universal, Comuna mundial o comunidad de comunidades desde lo local hasta lo global y viceversa. Más que la "familia ampliada" del "mundo andino", los experimentos de comunidades de lucha y de vida, de resistencia y de apoyo mutuo, de l@s proletari@s rebeldes de todas partes del mundo siquiera durante el último siglo, con sus viviendas, cocinas, comedores, enfermerías y guarderías comunitarias, etc., sobre todo en tiempos de revolución y de revuelta: esas comunidades o comunas han sido, son y serán una forma germinal, tendencial y concreta de
una «reproducción social insurgente» (O'Brien) y de la abolición de la familia.
 
2

En la perspectiva de la autoemancipación/autotransformación integral de la humanidad proletarizada de todos los géneros y edades, hay que ir más allá del feminismo posmoderno, del psicoanálisis y del marxismo tradicional al mismo tiempo.

La revolución social es inseparable de la revolución sexual (Reich y Marcuse). Y ésta tiene que ver más con la subversión de las relaciones de poder –material e históricamente determinadas– entre hombres y mujeres y entre adultos y niñ@s, que con preferencias sexuales, formas de identificarse, vestirse y hablar, número de parejas y de orgasmos. La abolición de la familia es inseparable de la abolición de la propiedad privada y del Estado (Engels, Bordiga, Kollontai y Cooper la tenían clara). La abolición del género es inseparable de la abolición de la clase y del valor (las feministas marxistas autónomas y l@s comunizador@s la tienen clara). Todas estas categorías, claro está, entendidas como relaciones sociales e históricas; por tanto, como relaciones transformables, revolucionables.

Lo cual implica, además, la abolición de todos los roles e identidades sociales y sexuales propios de esta sociedad de la mercancía y del espectáculo: viejos y nuevos, normales y "alternativos", "heteronormados" y no "heteronormados", etc. En este terreno, la lucha de l@s explotad@s, oprimid@s y excluid@s revolucionari@s también se dirige contra el "capitalismo rosa".

He ahí algunas claves socio-sexuales para (re)pensar y luchar por el comunismo en el siglo XXI; mejor dicho, la comunización de la vida: desde la comunización de los medios de producción y de consumo hasta la comunización de los cuidados, los afectos, los vínculos, los deseos, los imaginarios, los lenguajes, etc.

Es en este contexto donde adquiere sentido y potencia subversivos, por ejemplo, un
tema importante dentro del «patriarcado productor de mercancías» (Scholz): el tema de "las nuevas masculinidades", incluidas las paternidades. De lo contrario, este tema no pasa de ser un conjunto de adultos funcionales, "deconstruidos", y "políticamente correctos" para la izquierda posmoderna y progresista del Capital. E incluso sólo de adultos funcionales, porque "resuelven" las obligaciones varias de la sobrevivencia mercantil y patriarcal, dentro de sus normas y sus roles (ej. hombre = proveedor y protector de su mujer y sus hij@s, etc.), por más que a ésta se la maquille o disfrace de algo diferente y hasta contrario de lo que en realidad es: la dictadura social y cotidiana del Trabajo/Capital sobre el proletariado de ambos sexos.

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En algún momento no lejano, sería interesante y fructífero realizar una exploración libre de prejuicios, dialógica y fraternalmente crítica del llamado "marxismo queer", de la "crítica del valor-disociación", de la "lógica y distinción de género" en la teoría de la comunización, así como también de expresiones no teóricas y no europeas de subversión socio-sexual.

Teniendo claro que no se trata de un asunto académico, sino de un asunto político. Porque el reto es no quedarse en la teoría y el discurso individuales, sino pasar a la acción colectiva y revolucionaria. Aquí dejo un ejemplo actual para quien le interese: El comunismo destruye la familia. Sobre la abolición de la familia y la comunización de los cuidados
– Rojo del Arcoíris Vol. II (febrero de 2023).

Locura Proletaria
Quito, diciembre de 2023
 
(Imágenes –e ideastomadas de @rojodelarcoiris)

sábado, 31 de diciembre de 2022

«Una revolución social y psíquica de magnitud casi inconcebible»: Los interrumpidos sueños aceleracionistas de la cultura popular

Mark Fisher (junio de 2013)

Tomado de Freno de Emergencia (octubre de 2022). Las negritas son nuestras (LP).



Vivimos un momento de profunda desaceleración cultural. Las primeras dos décadas del presente siglo han sido marcadas hasta ahora por un extraordinario sentido de inercia, repetición y retrospección, que inquietantemente coinciden con los proféticos análisis de la cultura posmoderna que Frederic Jameson empezó a elaborar en la década de los ochenta. Enciende la radioemisora que ofrezca la música más actual y no encontrarás nada que no hayas podido escuchar en la década de 1990. La prospectiva de Jameson sobre el posmodernismo como lógica cultural del capitalismo tardío se sostiene actualmente como un emblema ominoso del no-futuro de la producción cultural capitalista: tanto política como estéticamente, pareciera que sólo podemos esperar más de lo mismo, para siempre.

De momento, la crisis financiera del 2008 ha supuesto un fortalecimiento del poder del capital. Los programas de austeridad implementados con rapidez al despuntar la crisis han intensificado -más que disuelto o hecho desaparecer- el neoliberalismo. Puede que la crisis haya quitado legitimidad al neoliberalismo, pero esto sólo ha servido para probar que, ante la falta de una contrafuerza efectiva, el poder capitalista ahora puede proceder sin ningún tipo de legitimidad: el ideario neoliberal es como la letanía de una religión cuyo poder social ha sobrevivido a la propia capacidad de fe provista por sus creyentes. El neoliberalismo está muerto, pero sigue andando. Los destellos de militancia del 2011 han hecho poco para irrumpir en la percepción generalizada de que cualquier cambio sería para peor.

Como una forma de adentrarnos en la discusión sobre qué está en juego tras el concepto de aceleracionismo estético, puede ser relevante contrastar el carácter dominante de nuestros tiempos con los tintes afectivos de los años previos. En su ensayo de 1979, Family: Love It or Leave It, la ya fallecida crítica cultural y musical, Ellen Willis, subrayó el deseo de la contracultura de sustituir el modelo familiar (nuclear) por un sistema de crianza colectiva cuyas implicaciones serían las de “una revolución psíquica y social de magnitud casi inconcebible”. [1] En nuestros tiempos deflacionados, es muy difícil recrear esa confianza contracultural que por ese entonces veía una “revolución psíquica y social” no sólo como posible, sino en pleno desenvolvimiento. Como muchos de su generación, la vida de Willis fue moldeada y conducida por esas esperanzas, que luego vería marchitarse a medida que las fuerzas de la reacción retomaban el control de la historia. Probablemente no haya un mejor retrato de la contracultura de los años sesenta y de su retirada desde la ambición prometeica hacia la autodestrucción, la resignación y el pragmatismo, que los ensayos de Willis recopilados en su texto Beginning to See the Light. Hoy en día la contracultura de los sesenta bien puede ser reducida a una serie de reliquias estéticas “icónicas” vaciadas de contenido político (redundantes, sobreexpuestas, deshistorizadas), pero la obra de Willis permanece como un doloroso recordatorio del fracaso izquierdista. Como deja claro en la introducción a Beginning to See the Light, ella misma estuvo con frecuencia en desacuerdo con aquello que había experimentado como autoritarismo y estatismo del socialismo popular. Mientras la música que Willis escuchaba hablaba sobre libertad, el socialismo parecía tratarse de centralización y control estatal. La historia de cómo la contracultura fue cooptada por la derecha neoliberal ya es bien conocida, pero el otro lado de esta narrativa concierne a la incapacidad de la izquierda de transformarse y presentarse como la cara visible de las nuevas formas de deseo que la contracultura de esa época puso en juego.

La idea de que “los años sesenta nos llevaron al neoliberalismo” no se condice con la impugnación del arquetipo familiar que marcó a ese período. Si algo está claro es que la derecha no se limitó a absorber sin más estas corrientes y energías contraculturales. Que la rebelión contracultural se transformara en placeres capitalistas de consumo no da cuenta necesariamente de la ambición insurgente de desbordar las instituciones de la sociedad burguesa: desde la perspectiva del nuevo “realismo” impuesto exitosamente por la derecha, tal ambición se presume ingenua y sin ninguna esperanza de éxito.

La política contracultural fue anticapitalista, afirma Willis, pero no implicó un rechazo frontal y directo de todo aquello que es producido en el terreno capitalista. Sin duda, el placer y el individualismo han sido factores importantes en lo que Willis llama su “querella contra la izquierda”, [2] sin embargo, el deseo de sobrepasar a la familia no podía realizarse únicamente bajo estos términos; inevitablemente apuntaba hacia formas nuevas y sin precedentes de organización colectiva (pero no estatista). La polémica de Willis contra “las nociones izquierdistas estándares sobre el capitalismo avanzado” rechazó las ideas -caracterizándolas a lo sumo como verdades a medias- de que “la economía basada en el consumidor nos vuelve esclavos de las comodidades, que la función de los medios masivos es la de manipular nuestras fantasías, motivo por el cual hallamos satisfacción en comprar las mercancías del sistema”. [3] Así, la cultura popular -y la música en particular- fue más bien un terreno en disputa más que uno dominado por el capital. Aún cuando la relación entre las formas estéticas y la política era inestable y poco desarrollada, la cultura no sólo “expresaba” posiciones políticas ya existentes, sino que también anticipaba una política-por-venir (la que, con demasiada frecuencia, nunca llegaba).

El rol de la cultura musical como engranaje de la aceleración cultural desde finales de los cincuenta hasta el principio del siglo XXI tuvo mucho que ver con su capacidad para sintetizar diversas energías, tropos y formas culturales, casi tanto como los rasgos específicos de la música en cuanto tales. A partir de los años cincuenta en adelante, la cultura musical se volvería el terreno en el que las drogas, las nuevas tecnologías, las (ciencias) ficciones y los movimientos sociales podían combinarse para producir ensueños y destellos sugestivos de mundos radicalmente diferentes del orden social dado (el auge del “realismo” de derecha implicaría la destrucción no sólo de ciertos tipos particulares de ensoñación, sino incluso que la función onírica misma fuera suprimida de la cultura popular). Por un momento se había abierto un espacio autónomo justo en el corazón de la música comercial, en el que los músicos podían explorar y experimentar. En este período, la cultura musical popular quedó definida por la tensión entre los artistas, la audiencia y el capital, y entre sus respectivos deseos e imperativos a menudo incompatibles. La mercantilización no implicaba que dicha tensión se resolviese definitivamente en favor del capital; más bien, las mercancías podían ser en sí mismas medios de propagación eficaces de las corrientes y movimientos rebeldes: “Los mass media han ayudado a esparcir la rebelión tanto como esparcen los productos necesariamente mercantilizados del sistema que los fomenta, por el simple motivo de que había dinero que ganar con los rebeldes que al mismo tiempo actuaban como consumidores. En cierto nivel, las revueltas de los años sesenta ilustraron de manera ostensible la alegoría propuesta por Lenin sobre cómo el capitalista te venderá la soga con la que será colgado. [4] Este optimismo suena hoy muy familiar, porque como todos sabemos, no fue precisamente el capitalista quien terminó colgado. La promoción comercial de lo rebelde implicó más bien el triunfo del marketing que el de la rebeldía. La apuesta de la derecha neoliberal consistió en individualizar los deseos que la contracultura había puesto en acción, reclamando a continuación este nuevo territorio libidinal como suyo. El auge de la nueva derecha expresó el repudio a la idea de que la vida, el trabajo y la reproducción podían ser transformadas colectivamente: hoy, el único agente de transformación es el capital. Pero la capitulación de cualquier desafío serio a la familia es un recordatorio de que el ánimo reaccionario que ha predominado desde los años ochenta no se trata sólo de la restauración de un cierto poder económico vagamente definido: se trata también del retorno a las instituciones sociales y culturales que desde 1960 se suponían superables; esto al menos a nivel ideológico, si no como hecho empírico.

En su ensayo de 1979, Willis insiste en que para el auge de la nueva derecha resultó crucial el retorno al familiarismo, tema que consecuentemente se afirmó a gran escala con la elección de Ronald Reagan en los Estados Unidos y de Margaret Thatcher en el Reino Unido. “Si hubo alguna tendencia cultural que haya definido a los años setenta” -escribe Willis- “ésta fue el resurgimiento agresivo del chauvinismo familiar”. [5] Para Willis, tal vez los signos más perturbadores de este nuevo conservadurismo fue la reivindicación de la familia por gente de izquierda, [6] tendencia que se vio reforzada por la propensión de quienes habían adherido a la contracultura (incluida la propia Willis) a retornar a la familia en medio de una mezcla de cansancio y derrotismo. “He luchado, he pagado mis deudas, estoy cansado de ser un marginal. ¡Quiero entrar!”. [7] La impaciencia -el deseo de un cambio súbito, total e irrevocable, de que la familia despareciera en el curso de una generación-, dio paso a una amarga resignación cuando esa expectativa (inevitablemente) fracasó.

Aquí podemos volver a la controvertida pregunta planteada por el aceleracionismo. Quiero situar al aceleracionismo no como una suerte de forma herética de marxismo, sino como un intento por intensificar, politizar, y converger con las dimensiones más desafiantes y exploratorias de la cultura popular. El anhelo de Willis de “una revolución social y psíquica de magnitudes casi inconcebibles” y su “querella con la izquierda” en relación al deseo y la libertad, pueden ofrecernos una manera distinta de pensar aquello que está en juego tras este término tan malentendido. Cierta visión, quizás hoy la visión dominante, sobre lo que es el aceleracionismo, lo identifica con un posicionamiento a favor de acelerar todo proceso capitalista sin distinción alguna, especialmente aquellos procesos vistos como “terribles”, con la esperanza de que esto lleve al sistema a una crisis terminal (un ejemplo de esto sería la idea de que votar por Reagan y/o Thatcher habría supuesto un curso previsible de insurrección). No obstante, esta formulación implica una petición de principio, al dar por sentado justamente aquello que el aceleracionismo rechaza: la idea de que todo lo producido “bajo” el capitalismo pertenece unívocamente al capitalismo. Por el contrario, el aceleracionismo afirma que hay deseos y procesos que el capitalismo provoca y alienta, pero que no puede contener; es la aceleración de estos procesos los que empujarán al capitalismo más allá de sus propios límites. El aceleracionismo es también la convicción de que el mundo que la izquierda anhela es un mundo post-capitalista: uno que no admite ninguna posibilidad de retornar a un(os) mundo(s) precapitalista(s), y en el que tampoco hay cabida para intenciones serias de regresar a tales condiciones, incluso si esto fuera posible.

El gambito aceleracionista depende de cierta comprensión del capitalismo, que fue plenamente articulada por Deleuze y Guattari en su obra El Anti-Edipo (un texto que no por casualidad nació junto con el auge de la contracultura). En la ya célebre formulación del Anti-Edipo, el capitalismo se define por su tendencia a decodificar/desterritorializar, al mismo tiempo que recodifica/reterritorializa. Por un lado, el capitalismo desmantela todas las estructuras sociales y culturales, las normas y modelos sacrales existentes; mientras que, por otro lado, hace revivir todo tipo de formaciones aparentemente atávicas (identidades tribales, religiones, poder dinástico, etc):

La axiomática social de las sociedades modernas está cogida entre dos polos, y no cesa de oscilar de un polo a otro. [E]stán presas entre el Urstaat que querrían resucitar como unidad sobrecodificante y re-territorializante y los flujos desencadenados que las arrastran hacia un umbral absoluto. Vuelven a codificar con toda su fuerza, a golpes de dictadura militar, de dictadores locales y de policía todopoderosa, mientras que descodifican o dejan descodificar las cantidades fluyentes de sus capitales y de sus poblaciones. Están presas entre dos direcciones: arcaísmo y futurismo, neo-arcaísmo y ex-futurismo, paranoia y esquizofrenia. [8]

Esta descripción captura el modo enervante en el que la cultura capitalista se ha ido desenvolviendo desde 1970, con una desregulación amoral y neoliberal acompañada por un neoconservadurismo explícitamente moralista, que busca revivir y apuntalar viejas tradiciones e instituciones. A nivel del contenido proposicional, estos futurismos y neoarcaísmos se contradicen mutuamente, pero ¿y qué?

Nunca una discordancia o un disfuncionamiento anunciaron la muerte de una máquina social que, por el contrario, tiene la costumbre de alimentarse de las contradicciones que levanta, de las crisis que suscita, de las angustias que engendra, y de operaciones infernales que la revigorizan: el capitalismo lo ha aprendido y ha dejado de dudar de sí mismo, mientras que incluso los socialistas renuncian a creer en la posibilidad de su muerte natural por desgaste. Nunca se ha muerto nadie de contradicciones. [9]

Si el capitalismo se define por la tensión entre deterritorialización y reterritorialización, de aquí se desprende que una forma (quizás la única) de superarlo consistiría en eliminar los elementos que amortiguan los choques reterritorializantes. De ahí este notable pasaje del Anti-Edipo, que bien puede servir como epígrafe del aceleracionismo:

Entonces, ¿qué solución hay, qué vía revolucionaria? (…) ¿Hay alguna? ¿Retirarse del mercado mundial, como aconseja Samir Amin a los países del tercer mundo, en una curiosa renovación de la “solución económica” fascista? ¿O bien ir en sentido contrario? Es decir, ¿ir aún más lejos en el movimiento del mercado, de la descodificación y de la desterritorialización? Pues tal vez los flujos no están aun bastante desterritorializados, bastante descodificados, desde el punto de vista de una teoría y una práctica de los flujos de alto nivel esquizofrénico. No retirarse del proceso, sino ir más lejos, “acelerar el proceso”, como decía Nietzsche: en verdad, en esta materia todavía no hemos visto nada. [10]

Este pasaje es provocativamente enigmático: ¿a qué se refieren Deleuze y Guattari cuando asocian “el movimiento del mercado” con “descodificar y desterritorializar”? Desafortunadamente, no elaboran esta noción, lo cual ha facilitado a la ortodoxia marxista presentar este pasaje como un típico ejemplo de la manera en que mayo del 68 condujo hacia la hegemonía neoliberal: otro ejemplo de la izquierda capitulando para adherirse a la lógica de la derecha. Esa lectura ha sido estimulada por Nick Land al utilizar este pasaje en los años noventa para fines explícitamente anti-marxistas. [11] Pero, ¿y si leyéramos este pasaje del Anti-Edipo no como una retractación del marxismo, sino como un nuevo modelo de lo que el marxismo podría llegar a ser? ¿Puede ser que lo que Deleuze y Guattari estuvieran delineando aquí sea eso mismo que Ellen Willis exigía: una política hostil al capital, pero sensible al deseo; una política que rechace todas las formas del viejo mundo en favor de una “tierra nueva”; es decir, una política que demande “una revolución psíquica y social de magnitud casi inconcebible”?


Un punto en que Willis converge con Deleuze y Guattari, es en la convicción compartida por todos ellos de que la familia está en el núcleo de la política reaccionaria. Para Deleuze y Guattari la familia es, quizás más que cualquier otra institución, la principal agencia de reterritorialización capitalista: la familia en tanto estructura trascendental (mamá-papá-yo) asegura provisionalmente la identidad al interior de y contra las tendencias delicuescentes del capital, fijándola en medio de su propensión a hacer colapsar todas las certezas preexistentes. Sin duda, es precisamente por esta razón que algunos izquierdistas erigen la familia como antídoto a, o escape de, el colapso capitalista, intentando así eludir el hecho de que el capitalismo depende de las funciones re-territorializantes de la familia. [12]

Si el infame dicho de Margaret Thatcher según el cual “no hay tal cosa como la sociedad, sólo hay individuos”, fue seguido inmediatamente por “…y sus familias”, esto no fue por accidente. Igual de significativo resulta el que tanto en Deleuze y Guattari, como en teóricos antipsiquiátricos como R. D. Laing o David Cooper, el ataque a la familia fuese de la mano con un ataque a las formas dominantes de psiquiatría y psicoterapia. La crítica de Deleuze y Guattari al psicoanálisis se basa en la forma en que éste sustrae al individuo del campo social amplio, privatizando los orígenes del malestar dentro del “teatro” edípico de las relaciones familiares. También cuestionan el hecho de que el psicoanálisis, en vez de analizar las formas en que el capitalismo lleva a cabo esta privatización psíquica, se limite a reproducirlas. Asimismo, es notable que las luchas anti-psiquiátricas hayan retrocedido tanto como las batallas en torno a la cuestión familiar: a fin de que el sistema de realidad de la nueva derecha se naturalizara, fue preciso que estas luchas, inseparables de la contracultura, no sólo fracasaran sino que efectivamente desaparecieran del todo.

Vale la pena hacer una pausa para reflexionar sobre cuán lejos está hoy la izquierda de perseguir el tipo de revolución que tanto Deleuze y Guattari como Ellen Willis anhelaban. El análisis de Wendy Brown sobre la “melancolía de izquierda” -escrito a fines de los noventa- sigue captando dolorosa y embarazosamente los callejones sin salida ideológicos y libidinales en los que la izquierda tiende a quedar acorralada. Brown describe aquello que en efecto se entiende como una izquierda anti-aceleracionista: una izquierda que, a falta de todo ímpetu y visión orientadora propia, ha quedado reducida a defender negligentemente viejas formaciones contractuales (la democracia social, el New Deal) o entregada al disfrute mórbido de su propio fracaso frente al capitalismo (y su superación). Esta es una izquierda que, muy lejos de tomar partido por lo inimaginable y sin precedentes, se refugia en lo familiar y lo tradicional. “Lo que surge”, escribe Brown,

es una izquierda que opera sin una crítica profunda y radical del status quo, y sin una alternativa atractiva al orden de cosas existente. Pero de modo quizás aún más preocupante, es una izquierda más apegada a su imposibilidad que a su potencial fecundidad, una izquierda que se siente menos cómoda en la esperanza que en su propia marginalidad y fracaso, una izquierda que está así atrapada en una estructura de apegos melancólicos a un cierto relato de su propio pasado muerto, cuyo espíritu es fantasmal, cuya estructura de deseo es retrógrada y autoflagelante. [13]

Fue justamente esa tendencia izquierdista hacia el conservadurismo, el reduccionismo y la nostalgia la que permitió a Nick Land acorralar a la izquierda noventera con el Anti-Edipo, planteando que “la creación destructiva del capital es ya bastante revolucionaria en comparación con cualquier cosa que la izquierda sea capaz de proyectar.”


Esta persistente melancolía indudablemente ha contribuido al fracaso de la izquierda a la hora de tomar la iniciativa tras la crisis financiera del 2008. La crisis y su desenlace hasta ahora sólo han reafirmado la visión de Deleuze y Guattari de unas “máquinas sociales que se han habituado a nutrirse de las crisis que provocan”. Probablemente la persistente dominación del capital tenga que ver tanto con el fracaso de la cultura popular en crear nuevos sueños, como con la inercia que es propia de las posiciones y estrategias políticas oficiales. Allí donde la vanguardia de la cultura popular del siglo XX se había permitido ensayar todo tipo de experimentos de aquello que Hardt y Negri llaman “el monstruoso, violento y traumático proceso revolucionario de abolir la identidad”, [14] los recursos culturales necesarios para ese tipo de desmantelamiento han caído, de alguna forma, en la indigencia. Michael Hardt plantea que el “contenido positivo del comunismo, que corresponde a la abolición de la propiedad privada, es la producción autónoma de la humanidad: una nueva forma de ver, de escuchar, de pensar, de amar.” [15] El tipo de reconstrucción de la subjetividad y de las categorías cognitivas que un mundo post-capitalista implicará es tanto un proyecto estético como algo que ningún agente estatal o parlamentario puede por sí solo ofrecer. Aquí Hardt hace referencia a la discusión de Foucault sobre la afirmación de Marx de que “el hombre produce al hombre”. El programa que Foucault delinea al subrayar esta frase es uno que la cultura debe recobrar, si queremos tener esperanza alguna de realizar la “revolución social y psíquica de magnitud casi inconcebible” la cultura popular alguna vez soñó con llevar a cabo:

El problema no está en recobrar nuestra identidad perdida, en liberar nuestra apresada naturaleza, nuestra verdad más profunda; antes bien, el problema está en avanzar hacia algo radicalmente Otro. Así, el centro de esta problemática puede aún hallarse en la frase de Marx: el hombre produce al hombre. Para mí, aquello que debe ser producido no es un hombre idéntico a sí mismo, ajustado con exactitud a la directriz de la naturaleza, o acorde con su propia esencia; por el contrario, tenemos que producir algo aún inexistente sobre lo cual no sabemos ni qué ni cómo será. [16]

    
Notas

1 Ellen Willis, Empezando a Ver la Luz: Sexo, Esperanza y Rock and Roll (Hannover and London: Wesleyan University Press, 1992), 158.

2 Ibid, xvi.

3 Ibid.

4 Ibid.

5 Ibid., 150.

6 “En la izquierda, el chovinismo familiar adopta a menudo la forma de declaraciones nostálgicas de que la familia, con sus defectos admitidos, ha sido viciada por el capitalismo moderno, que es mucho peor (al menos la familia se basa en relaciones personales y no en dinero desalmado, etc., etc.).” Ibid., 152.

7 Ibid., 161.

8 Gilles Deleuze y Félix Guattari, El Anti-Edipo: Capitalismo y Esquizofrenia, Paidós, 1985, p. 267.

9 Ibíd, p. 158.

10 Ibíd, p. 247.

11 Ver [Nick Land,] “Derretimiento”, en Fanged Noumena, Holobionte Ediciones, 2019.

12 La tentación de la izquierda de oponer la familia al capital ha sido lo suficientemente refutada por la afirmación de Michael Hardt y Antonio Negri de que la familia, junto con la nación y la empresa, es una forma corrupta de los bienes comunes. “Para muchas personas, de hecho, la familia es el lugar principal, si no el único, de la experiencia social colectiva, de las combinaciones de trabajo cooperativo, del cuidado y la intimidad. La familia se sostiene sobre la base de lo común pero al mismo tiempo lo corrompe al imponerle una serie de jerarquías, restricciones, exclusiones y distorsiones.” (Michael Hardt y Antonio Negri, Commonwealth: el proyecto de una revolución del común, Akal, 2011)

13 Wendy Brown [1999], Resistir a la melancolía de izquierda, Revista Rosa.

14 Hardt y Negri, Commonwealth, 339.

15 Hardt, Lo común en el comunismo

16 Michel Foucault, Reflexiones sobre Marx, Semiotexto(e), 1991, pág. 121.

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Relacionado:

El Comunismo Ácido de Fisher 

domingo, 16 de octubre de 2022

David Cooper (1931-1986): vida y obra. Una breve introducción

Tomado de la Biblioteca del Seminario Independiente de Antipsiquiatría, Guadalajara-México, 2014-2015

 
RESEÑA BIOGRÁFICA*
Fue un médico psiquiatra y pensador revolucionario, nacido en Ciudad del Cabo, Sudáfrica, en 1931. Fue uno de los protagonistas del movimiento que se conoció como Antipsiquiatría, junto a Ronald D. Laing, Aaron Esterson, Franco Basaglia, Thomas Szasz, entre otros.
Cooper estudió medicina en la Universidad de Ciudad del Cabo y se graduó en 1955. Completó su formación como psiquiatra en Londres, trabajando en varios hospitales del Sistema Nacional de Salud. En 1962 desarrolló un experimento radical en el Hospital Shenley, donde dirigió un pabellón para jóvenes diagnosticados con esquizofrenia, conocido como Villa 21. “Los jóvenes rotulados como esquizofrénicos podían vivir sin la interferencia de drogas potencialmente peligrosas, electrochoques o terapias orgánicas. Estaba organizado en principios igualitarios, y había un intento deliberado por abolir la jerarquía tradicional entre el doctor y el paciente” (Stephen Ticktin, 1986).
En 1964 publicó junto a Ronald Laing el libro “Razón y violencia”, un análisis y resumen de los textos “Problemas de método”, “San Genet, comediante y mártir”, y “Crítica de la razón dialéctica” del filósofo francés Jean-Paul Sartre, construyendo las bases teóricas para una aproximación fenomenológica, no biologicista, al problema de la locura. En 1965 fundó en Londres la Philadelphia Association, junto a Laing, Esterson y otros colegas que coincidían en una crítica radical a la institución psiquiátrica. Entre sus principales objetivos estaba organizar refugios para personas con problemas mentales que buscaban una alternativa al hospital, y a sus familias.
En 1967 Cooper publicó el libro “Psiquiatría y Antipsiquiatría”, presentando la experiencia de la Villa 21 y el término [Antipsiquiatría] que fue adoptado por impugnadores y colaboradores para designar al heterogéneo movimiento de médicos y pensadores [y pacientes y militantes] hostiles a la ortodoxia psiquiátrica. Del 15 al 30 de julio de 1967 organizó en Londres el Congreso Internacional para la Diálectica de la Liberación. Entre los participantes se contaban Paul Goodman, Herbert Marcuse, Ronald D. Laing, Allen Ginsberg, Paul Sweezy, Lucien Goldmann, Gregory Bateson y Stokely Carmichael de los Black Panthers. En 1968 compiló y presentó “La Dialéctica de la Liberación”, un libro con las principales intervenciones del encuentro. En el mismo año Cooper escribió una introducción para la edición inglesa de “La historia de la locura…”, del filósofo francés Michel Foucault.
En 1971 publicó el libro “La muerte de la familia”, y terminó su relación con la Philadelphia Association. En una conferencia ofrecida en Canadá, Cooper “dejó claro que había abandonado Inglaterra, había abandonado la Philadelphia Association, y ya no colaboraba más con Ronald Laing y compañía. Estos últimos, dijo, estaban en un viaje espiritual. Él, David, estaba en uno político” (Ticktin, 1986). En 1972, previendo una situación revolucionaria, que sería aplastada por la contrarrevolución fascista, Cooper viajó a Argentina donde participó en lecturas y conferencias y colaboró con los esfuerzos organizados para combatir la opresión psiquiátrica en el país latinoamericano. Dos años después regresó a Londres, “donde el terreno que en los ’60 hervía de radicalismo y creatividad parecía haberse secado” (Ticktin, 1986). Cooper había cortado todos sus lazos con sus colegas de la Philadelphia Association y había renunciado a ejercer su profesión de médico psiquiatra, por razones políticas. “Solía afirmar por ese tiempo que no había problemas personales, sólo políticos” (Ticktin, 1986).
Después de varios meses críticos, en setiembre de 1974 participó en Portugal en un encuentro para construir una Red Europea de Alternativas a la Psiquiatría, donde, entre otras personas que cuestionaban a la Institución, conoció al médico y profesor italiano Franco Basaglia y al sociólogo francés Robert Castel. A fines de 1974 viajó a París y conoció a los filósofos Gilles Deleuze y Felix Guattari; también publicó “La gramática de la vida”, una colección de ensayos sobre el amor, los celos, el sexo, las drogas psicodélicas y la revolución. En enero de 1975, las conversaciones iniciadas en Portugal se cristalizaron en un nuevo encuentro en Bélgica, con la fundación de la Red Internacional de Alternativas a la Psiquiatría, a cuyos congresos asistió anualmente.
En 1975 se mudó definitivamente a París. Conoció a Jacques Derrida, con quien después colaboraría en la formación del Colegio Internacional de Filosofía. Dio clases por una temporada en la Universidad de Vincennes. Escribió artículos y panfletos, e introducciones a los libros de otros intelectuales. En 1978 terminó de escribir y publicó “El lenguaje de la locura”, que se abre con estas palabras “No hay esperanza / Sólo hay lucha permanente / Esa es nuestra esperanza / Esa es la primera oración / En el lenguaje de la locura”. Era su último libro publicado en vida. “Parecía que se había movido dialécticamente desde la antipsiquiatría a la no-psiquiatría” (Ticktin, 1986).
Durante seis años, trabajó junto a su compañera la psicóloga Marine Zecca en un proyecto de investigación sobre las necesidades sanitarias de las comunidades populares en Francia, Italia y el Norte de África. Resultados de esta investigación junto a nuevos desarrollos de su pensamiento iban a ser publicados en un nuevo libro, que estaba coescribiendo con Zecca, cuando en 1986 murió súbitamente de un ataque al corazón, en un pequeño piso del Distrito 15 de París.

OBRAS principales DE DAVID COOPER:


1.- Razón y Violencia (1964)
     [Manifiesto Orgásmico. Capítulo IV de La Gramática de la Vida]


* Reseña biográfica tomada de: rebeldemule.org en base al texto de Stephen Ticktin (1986). Brother Beast: A Personal Memoir of David Cooper. Publicado originalmente en «Asylum Magazine for Democratic Psychiatry», Vol.1 No. 3. [Las cursivas son nuestras (LP).]    

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PREFACIO DE PSIQUIATRÍA Y ANTIPSIQUIATRÍA*
 
Para todos los que trabajan en el campo de la psiquiatría y se niegan a permitir que su conciencia crítica de lo que los rodea sea entumecida o absorbida por los procesos institucionalizantes del entrenamiento formal y del adoctrinamiento cotidiano en el hospital de práctica o en el hospital psiquiátrico, surge un cierto número de interrogantes perturbadores. En este campo en particular, en medio de personas que están en situaciones extremas, uno experimenta la "sensación de duda" del zen: por qué estoy aquí, quién me ha traído o por qué he venido yo mismo (y cuál es la diferencia entre estas dos preguntas), quién me paga para qué, qué debo hacer, por qué hacer algo, por qué no hacer nada, qué es algo y qué es nada, qué son la vida y la muerte, la salud y la locura.
 
A quien sobrevive a la institucionalización, ninguna de las más o menos volubles respuestas acostumbradas a estos interrogantes le parece adecuada. E1 cuestionamiento abarca por igual las bases teóricas del propio trabajo como tales y las precisas operaciones cotidianas: gestos, actos, afirmaciones referentes a otras personas reales. Un cuestionamiento más profundo nos ha llevado a algunos de nosotros a proponer concepciones y procedimientos que parecen la antítesis total de los convencionales, y que en efecto pueden considerarse como una antipsiquiatría en germen. 
 
Me parece que el modo más eficaz de examinar las posibilidades de una disciplina antitética semejante consiste en investigar en la principal área-problema de la disciplina cuestionada. En el caso de la psiquiatría, esta área-problema es lo que se define como esquizofrenia

En este libro he intentado examinar cuidadosamente a la persona que ha sido rotulada de esquizofrénica, considerándola en su contexto humano real, e indagar asimismo cómo llega a asignársele ese rótulo, quién realiza la asignación, y qué significa ésta para el rotulador y para el rotulado. 

Este es un estudio sobre un modo de invalidación social, pero toma este término en un sentido doble. En primer lugar, se hace que una persona se ajuste progresivamente a la identidad pasiva, inerte, de inválido o paciente, aunque parte de esta identidad implica una ilusión de actividad: por ejemplo, en departamentos ocupacionales de la institución hospitalaria, en el campo de deportes, y en otras situaciones similares. Anterior, simultánea y dialécticamente vinculado con la invalidación en este sentido, está, en segundo término, el proceso por el cual casi todo acto, afirmación y experiencia de la persona rotulada es sistemáticamente considerado inválido de acuerdo con ciertas reglas de juego establecidas por su familia, y posteriormente por otras personas, en sus esfuerzos por producir el vitalmente necesitado paciente-inválido. Más adelante examinaremos esas "necesidades vitales". 

La psiquiatría del último siglo, según la opinión de un creciente número de psiquiatras contemporáneos, está excesivamente al servicio de las necesidades alienadas de la sociedad. Al hacerlo, está continuamente en peligro de cometer un acto bien intencionado de traición a aquellos miembros de la sociedad que han sido arrojados a la situación psiquiátrica como pacientes. Muchas personas concurren en la actualidad espontáneamente al consultorio médico en busca de asistencia psiquiátrica. En la mayoría de los casos, tales personas desean obtener en términos muy prácticos un conjunto de técnicas que les permitan la mejor y más ajustada satisfacción de las expectativas sociales masificadas. Por lo general se los ayuda a lograr esta meta. Unos pocos extraviados concurren al consultorio psiquiátrico en busca de algo que llegue a constituir una guía espiritual. A estos por lo general se los desilusiona muy rápidamente.

No obstante, la mayor parte de las personas acerca de las cuales escribiré en este libro fueron precipitadas a la situación psiquiátrica por terceros, casi siempre por su familia. El hecho de que la mayoría de ellas tenga en la actualidad un status legal de pacientes informales y no internados sólo constituye una nota incidental irónica. En general son jóvenes, han padecido una o dos internaciones en el hospital psiquiátrico, y se les ha asignado el rótulo muy específico de "esquizofrénico". Son personas rotuladas de esta manera las que ocupan las dos terceras partes de las camas en la mayoría de los hospitales psiquiátricos ingleses, y debemos recordar que casi la mitad del total de camas de todos los hospitales del Reino Unido pertenecen a instituciones para el tratamiento de perturbaciones mentales. Cerca del 1 por ciento de la población en algún momento de su vida fue hospitalizada con lo que se denomina "postración esquizofrénica" y el célebre psiquiatra suizo E. Bleuler afirmó en una oportunidad que por cada esquizofrénico hospitalizado hay diez en la comunidad. Pero si consideramos las cifras estadísticas de este modo, estamos ya prejuzgando que la esquizofrenia constituye algún tipo de entidad real que algunas personas "tienen". Y con esto comenzaríamos a equivocarnos. 
 
En nuestra sociedad hay muchas técnicas que permiten primero señalar a ciertas minorías y luego tratarlas mediante un conjunto de operaciones de gravedad creciente, que van desde la insinuación de menosprecio, la exclusión de clubes, escuelas o tareas, y otras medidas similares, hasta la invalidación total como personas, el asesinato y el exterminio en masa. No obstante, la conciencia pública exige que se emplee alguna excusa para tales acciones, y esta excusa es proporcionada por la aplicación previa de técnicas de invalidación que apuntan a preparar una cantidad de víctimas para los procedimientos eliminativos en sí.

Ninguna técnica de invalidación puede parecer más respetable, e incluso más sacrosanta, que la que tiene la bendición de la ciencia médica. Si bien la medicina siempre fue algo estrecha y estuvo dominada por sentimientos de superioridad, es tradicionalmente liberal y humanitaria. Tiene altos ideales y el juramento hipocrático. La psiquiatría, aunque algunos de los profesionales que la practican han comenzado a reflexionar sobre el hecho, forma parte de la medicina. No obstante, en estas páginas tendremos ocasión de cuestionar la corrección de los enfoques y modos de actuar médicos y seudomédicos en el campo de la conducta humana que concierne a la psiquiatría. En efecto, consideraremos el punto de vista según el cual la psiquiatría, en un área principal de su campo de acción total, coopera en la invalidación sistemática de una vasta categoría de personas.

En primer lugar, propongo una orientación con respecto al problema de la esquizofrenia que difiere significativamente del enfoque clínico convencional, pero está relacionada con algunos de los estudios sobre la familia realizados en Estados Unidos de América (que resumo en el capítulo II), y más específicamente con los estudios fenomenológicos sobre el mismo tema, llevados a cabo por R. D. Láing y A. Esterson en el Reino Unido.

El capítulo III intenta hacer paradigmáticamente inteligible la historia clínica de un joven al que se le diagnosticó esquizofrenia; procuro llegar a esa comprensión en términos de la naturaleza de su mundo familiar y de los acontecimientos claves que le ocurrieron en él. Según mi experiencia, la inteligibilidad que puede mostrarse en este caso se encuentra en la mayor parte de los otros y, por lo menos, no puede suponerse siempre que uno trata con un conjunto de datos clínicos incomprensibles, esto es, con datos biológicamente explicables (por lo menos desde un punto de vista teórico) pero socialmente ininteligibles.

En los capítulos IV y V bosquejo los principios y la práctica de una unidad terapéutica experimental para pacientes esquizofrénicos jóvenes, dentro de un gran hospital psiquiátrico; en estos capítulos me refiero al problema de la irracionalidad institucional (distinta de la irracionalidad de los pacientes) y a las dificultades que ella crea para el tipo de experimentación psiquiátrica social que considero necesaria y que trato de justificar. Creo que sólo en unidades de esta clase podemos examinar la posibilidad de llegar a una estrategia no explotadora y no invalidadora para tratar a personas internadas porque se dice que están locas. Aunque esta unidad compartió muchas de las ideas sobre la "comunidad terapéutica" propuestas por Maxwell Jones, Wilmer, Artiss y otros, creo que fue única en la medida en que trató pacientes esquizofrénicos según una ideología terapéutica "orientada hacia la familia".

Por sobre todo, me ha preocupado el problema de la violencia en psiquiatría, y he llegado a la conclusión de que quizá la más notable forma de violencia en este campo sea nada menos que la violencia de la psiquiatría, en la medida en que esta disciplina opta por refractar, condensar y dirigir hacia sus pacientes identificados la violencia sutil de la sociedad; con mucha frecuencia, la psiquiatría no hace más que representar a la sociedad contra estos pacientes. He imaginado una unidad experimental futura en la cual pueda promoverse el trabajo basado en esta comprensión. 

Algunas partes del texto, en especial la Introducción, son necesariamente complejas y "técnicas". Espero que valga la pena para el lector vencer tales dificultades. Quizás hubiera sido posible expresarnos más legiblemente, pero cierto grado de complejidad es inevitable, porque refleja la real complejidad de los acontecimientos humanos reales.[1] 

Agradezco profundamente sobre todo a los doctores R. D. Laing y A. Esterson por su ayuda en todas las etapas de la redacción de este libro, pero ellos no tienen ninguna responsabilidad con respecto a mis afirmaciones. Deseo agradecer a la Comisión Médica Asesora y a la Comisión de Administración y en particular al consultor responsable, doctor S. T. Hayward, por las facilidades que me brindaron para llevar a cabo mi trabajo en la unidad a la que me he referido. La Subcomisión de Investigación de la Regional Hospital Board generosamente proporcionó fondos para financiar el trabajo de oficina que exigió mi investigación sobre la familia. El doctor J. D. Sutherland leyó la mayor parte del original y me formuló críticas útiles. También agradezco a los doctores J. Humphrey y J. Macintyre y a Paul Senft por la ayuda práctica que prestaron a mi proyecto o por haber leído partes del rtianuscrito. Desearía subrayar nuevamente, sin embargo, que ninguna de estas personas u organizaciones es responsable de los conceptos que he vertido; en efecto, algunas de ellas manifestaron considerables diferencias de opinión.

Por sobre todo estoy obligado para con la gente que vivió y trabajó en la unidad de la Villa 21.

David Cooper
Londres, 1967

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* Las negritas son nuestras (LP).

[1] Una introducción más detallada a algunos de los conceptos clave utilizados en este libro puede encontrarse en la obra de F. D. Laing y D. G. Cooper, Reason and Violence (1964). [Hay versión castellana: Razón y Violencia, B. Aires, Paidós, 1969.]  


«La Antipsiquiatría es política y subversiva, por su misma naturaleza, con respecto al represivo orden social burgués. […] Antipsiquiatra es quien está dispuesto a correr los riesgos involucrados en alterar progresivamente y radicalmente la forma en la que vive. El o la antipsiquiatra debe estar dispuesto a abandonar los mecanismos de seguridad de la propiedad (más allá del mínimo necesario), los juegos monetarios explotadores y las relaciones estáticas, confortables, de tipo familiar, oponiéndoles la solidaridad y la camaradería. […] Debe estar dispuesto a ingresar en su propia locura, quizás hasta el punto de ser invalidado socialmente, ya que si así no lo hace, no estará capacitado. La Antipsiquiatría es una parte necesaria y urgente de la revolución permanente, de lo contrario no es nada.» 

David Cooper citado en Uníos Hermanxs Psiquiatrizadxs-UHP (2006), Historia de la Antipsiquiatría