Vamos
hacia la vida. Ayer fue el cielo el objetivo de los pueblos: ahora es
la tierra. Ya no hay manos que empuñen las lanzas de los caballeros. La
cimitarra de Alí yace en las vitrinas de los museos. Las hordas del dios
de Israel se hacen ateas. El polvo de los dogmas va desapareciendo al
soplo de los años.
Los
pueblos ya no se rebelan, porque prefieren adorar un dios en vez de
otro. Las grandes conmociones sociales que tuvieron su génesis en las
religiones, han quedado petrificadas en la historia. La Revolución
francesa conquistó el derecho de pensar; pero no conquistó el derecho de
vivir, y a tomar este derecho se disponen los hombres conscientes de
todos los países y de todas las razas.
Todos
tenemos derecho de vivir, dicen los pensadores, y esta doctrina humana
ha llegado al corazón de la gleba como un rocío bienhechor. Vivir, para
el hombre, no significa vegetar. Vivir significa ser libre y ser feliz.
Tenemos, pues, todos derecho a la libertad y a la felicidad.
La
desigualdad social murió en teoría al morir la metafísica por la
rebeldía del pensamiento. Es necesario que muera en la práctica. A este
fin encaminan sus esfuerzos todos los hombres libres de la tierra.
He
aquí por qué los revolucionarios no vamos en pos de una quimera. No
luchamos por abstracciones, sino por materlalidades. Queremos tierra
para todos, para todos pan. Ya que forzosamente ha de correr sangre, que
las conquistas que se obtengan beneficien a todos y no a determinada
casta social.
Por
eso nos escuchan las multitudes; por eso nuestra voz llega hasta las
masas y las sacude y las despierta, y, pobres como somos, podemos
levantar un pueblo.
Somos
la plebe; pero no la plebe de los Faraones, mustia y doliente; ni la
plebe de los Césares, abyecta y servil; ni la plebe que bate palmas al
paso de Porfirio Díaz. Somos la plebe rebelde al yugo; somos la plebe de
Espartaco, la plebe que con Munzer proclama la igualdad, la plebe que
con Camilo Desmoulins aplasta la Bastilla, la plebe que con Hidalgo
incendia Granaditas, somos la plebe que con Juárez sostiene la Reforma.
Somos
la plebe que despierta en medio de la francachela de los hartos y
arroja a los cuatro vientos como un trueno esta frase formidable: ¡Todos tenemos derecho a ser libres y felices!
Y el pueblo, que ya no espera que descienda a algún Sinaí la palabra de
Dios grabada en unas tablas, nos escucha. Debajo de las burdas telas se
inflaman los corazones de los leales. En las negras pocilgas, donde se
amontonan y pudren los que fabrican la felicidad de los de arriba, entra
un rayo de esperanza. En los surcos medita el peón. En el vientre de la
Tierra el minero repite la frase a sus compañeros de cadenas. Por todas
partes se escucha la respiración anhelosa de los que van a rebelarse.
En la obscuridad, mil manos nerviosas acarician el arma y mil pechos
impacientes consideran siglos los días que faltan para que se escuche
este grito de hombres: ¡rebeldía!
El
miedo huye de los pechos: sólo los viles lo guardan. El miedo es un
fardo pesado, del que se despojan los valientes que se avergüenzan de
ser bestias de carga. Los fardos obligan a encorvarse, y los valientes
quieren andar erguidos. Si hay que soportar algún peso, que sea un peso
digno de titanes; que sea el peso del mundo o de un universo de
responsabilidades.
¡Sumisión!
es el grito de los viles; ¡rebeldía! es el grito de los hombres.
Luzbel, rebelde, es más digno que el esbirro Gabriel, sumiso.
Bienaventurados
los corazones donde enraiza la protesta. ¡Indisciplina y rebeldía!,
bellas flores que no han sido debidamente cultivadas.
Los timoratos palidecen de miedo y los hombres serios se escandalizan al oír nuestras palabras; los timoratos y los hombres serios de mañana las aplaudirán. Los timoratos y los serios
de hoy, que adoran a Cristo, fueron los mismos que ayer lo condenaron y
lo crucificaron por rebelde. Los que hoy levantan estatuas a los
hombres de genio, fueron los que ayer los persiguieron, los cargaron de
cadenas o los echaron a la hoguera. Los que torturaron a Galileo y le
exigieron su retractación, hoy lo glorifican; los que quemaron vivo a
Giordano Bruno, hoy lo admiran; las manos que tiraron de la cuerda que
ahorcó a John Brown, el generoso defensor de los negros, fueron las
mismas que más tarde rompieron las cadenas de la esclavitud por la
guerra de secesión; los que ayer condenaron, excomulgaron y degradaron a
Hidalgo, hoy lo veneran; las manos temblorosas que llevaron la cicuta a
los labios de Sócrates, escriben hoy llorosas apologías de ese titán
del pensamiento.
Todo hombre -dice Carlos Malato- es a la vez el reaccionario de otro hombre y el revolucionario de otro también.
Para los reaccionarios -hombres serios de hoy- somos revolucionarios; para los revolucionarios de mañana nuestros actos habrán sido de hombres serios.
Las ideas de la humanidad varian siempre en el sentido del progreso, y
es absurdo pretender que sean inmutables como las figuras de las plantas
y los animales impresas en las capas geológicas.
Pero si los timoratos y los hombres serios
palidecen de miedo y se escandalizan con nuestra doctrina, la gleba se
alienta. Los rostros que la miseria y el dolor han hecho feos, se
transfiguran; por las mejillas tostadas ya no corren lágrimas; se
humanizan las caras, todavía mejor, se divinizan, animadas por el fuego
sagrado de la rebelión. ¿Qué escultor ha esculpido jamás un héroe feo?
¿Qué pintor ha dejado en el lienzo la figura deforme de algún héroe? Hay
una luz misteriosa que envuelve a los héroes y los hace deslumbradores.
Hidalgo, Juárez, Morelos, Zaragoza, deslumbran como soles. Los griegos
colocaban a sus héroes entre los semidioses.
Vamos
hacia la vida; por eso se alienta la gleba, por eso ha despertado el
gigante y por eso no retroceden los bravos. Desde su Olimpo, fabricado
sobre las piedras de Chapultepec, un Júpiter de zarzuela pone precio a
las cabezas de los que luchan; sus manos viejas firman sentencias de
caníbales; sus canas deshonradas se rizan como los pelos de un lobo
atacado de rabia. Deshonra de la ancianidad, este viejo perverso se
aferra a la vida con la desesperación de un náufrago. Ha quitado la vida
a miles de hombres y lucha a brazo partido con la muerte para no perder
la suya.
No importa; los revolucionarios vamos adelante. El abismo no nos detiene: el agua es más bella despeñándose.
Si morimos, moriremos como soles: despidiendo luz.
_____
Nota de Antorcha.-
Este artículo fue escrito en San Francisco, California, en julio de
1907, y publicado en el mismo mes en Los Angeles, Cal., en un periódico
llamado Revolución. Depués se volvió a reimprimir en el número 5 de Regeneración, del 1º de octubre de 1910.
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