12. El «caso» Cesarano
«El punto de partida no puede sino ser la intuición fulgurante, y en este sentido concreta y vitalmente iniciática, del punto de vista de la totalidad.» (42)
Esta frase asombrosa salta desde las páginas del libro y da la medida de las dimensiones de la experiencia de Cesarano. Si hasta ahora, por decisión propia, no hemos hablado de él más que como una partícula de un movimiento histórico y, dentro de ese movimiento, como exponente de la corriente más radical y portadora del más rico e innovador aporte teórico… por un momento queremos hacer hincapié en la singularidad de Cesarano. ¡«intuición fulgurante (…) del punto de vista de la totalidad»! ¿Cómo no pensar inmediatamente en el LSD? Fulgurante fue de hecho su aventura crítica, desarrollada en coherencia con la dirección radical que le dio a su vida desde 1969 en adelante, y que le imprimió a la misma un sentido de marcha, mantenido implacablemente hasta el último momento.
Antes del 71, fue la experiencia colectiva, pública, de Ludd–Consigli Proletari. Después, empieza a componer la obra más importante de su vida, la «Critica dell’utopia capitale» (ya anticipada en «La utopía capitalista», en «Ludd», nº 3, Milán, 1969), donde ajusta cuentas definitivamente con el mundo de la cultura y la intelectualidad oficial, del cual se alejaba cada vez más, inexorablemente, en la práctica.
En las primeras páginas del libro están los enunciados fundamentales: 1) el desarrollo de la especie desde sus más remotos orígenes y la historia de la sumisión al trabajo y a la producción de utensilios-prótesis, que cada vez más se hacen cargo de la subsistencia del cuerpo viviente, reducido a un apéndice alienado; 2) el desarrollo de la psiquis individual, separada del cuerpo, como pensamiento que se piensa a sí mismo, deviene historia del Ego colonizado por el capital en tanto “persona”, interiorización del “valor” en proceso; 3) la producción del lenguaje, como conjunto de señales autonomizadas, se acumula como trabajo muerto y termina por adquirir un peso determinante sobre la comunicación humana, logrando dominar al sujeto, que ahora es hablado por la lengua.
Estas tres dimensiones constituyen un único proceso –visto desde ángulos (y disciplinas) diferentes– a través del cual la especie, a partir de una carencia instintiva primordial, se separa del cuerpo viviente del mundo (y de su propio cuerpo biológico), extrañándose de él al punto de amenazarlo, hoy, con la extinción, como si fuese un enemigo externo. Y el cuerpo, tras milenios de sobrevivencia irreductible, recluido por siempre en lo inconsciente, en lo reprimido, en lo otro, reacciona a la amenaza de extinción con la crítica armada, con la locura, con la revolución “biológica”.
Mientras toda la existencia no es más que un desierto dominado por el capital, la pasión “muda” de los cuerpos se prepara para explotar, afirmándose como “totalidad naturante”, desbaratando los proyectos cibernéticos o de clonación –que pondrían término para siempre a la partida– y revelando su carácter utópico.
A este enunciado sigue el ataque. Un saqueo desordenado y pasional de los científicos y teóricos del capital (y de varios pensadores críticos como Horkheimer y Adorno, aunque las lecciones de Freud y Reich también son tenidas en cuenta).
La teoría es empleada como un instrumento de intrusión para desmentir las conclusiones despiadadas que los teóricos del capital reservan a la vida, y para extraer los datos que demuestran la vitalidad irreprimible de la especie biológica frente al fracaso catastrófico de la sociedad del capital, que de ahora en más se reproduce sólo como el cáncer del mundo.
Procediendo sobre el mismo terreno de sus enemigos, sobre el filo de la abstracción científico-filosófica, irrumpiendo en los diversos campos del pensamiento separado para incautar materiales teóricos, Cesarano logró ajustar cuentas con el mundo de la cultura y de la moda intelectual –furioso entonces y en los años siguientes, también frente al movimiento del 77–, reservando violentas invectivas al arte, a los psicoanalistas, a los terapeutas, a los expertos en lenguaje, a los futurólogos que propugnan soluciones “indoloras” para un mundo abocado a la catástrofe.
Al mismo tiempo, logró comunicar con dramatismo su propia vivencia individual. Por un lado, da testimonio del asedio sufrido por el individuo aislado, inmerso en la cotidianidad alucinatoria en la que deambula encarnando los distintos roles económico-sociales a los que debe plegarse la “personalidad”, imposibilitada de encontrarse con los otros por el equívoco social de la circulación de los hombres reducidos a “cantidad” de capital (al menos hasta que la pasión, el riesgo y la prueba iniciática no abran camino al reconocimiento de un otro, y por tanto a lo que es de los otros). En segundo lugar, muestra el recorrido que le llevó a romper con el mundo de la cultura y del arte, en el que había vivido hasta el 68 y al que regresa, como enemigo, para saldar las cuentas pendientes por medio de la crítica y de la lucha, únicas expresiones posibles que no están inmediatamente sometidas e incorporadas al capital total.
Varias veces se refiere a la experiencia-prueba del ácido lisérgico.
La violencia y el dramatismo de su lenguaje, que además es rígidamente abstracto y que no abandona más el terreno del adversario, evidencian la condición “segregada” del revolucionario, aislado hasta el final del ciclo 67-70, pero decidido a utilizar su propia condición desesperada para producir su gran síntesis teórica, que anuncia como una certeza el próximo resurgimiento, definitivo, final, del proletariado revolucionario. O sabrá ser y vencer, o el capital lo arrastrará consigo a la catástrofe. La irreductibilidad del fundamento biológico de la revolución garantiza la invencibilidad de la especie.
Tanto la fortaleza como el límite de su obra es la convicción de que la crisis del capital, prevista por el informe [«Los límites del crecimiento» (1972)] del MIT [Massachusetts Institute of Technology], así como los síntomas que revelan la crisis psíquica de la persona (locura, neurosis, ya fuera de todo control e incontenibles por estructura represiva alguna) y de la sociedad (revuelta inmotivada, saqueo y violencia colectiva, delincuencia) es irreversible y final, y obligará a la especie a vivir, por último, si no quiere desaparecer y extinguirse.
En los años setenta, la constatación de que la catástrofe del capital amenaza realmente la sobrevivencia de la humanidad y del planeta, y la apuesta desesperada y pasional a la vitalidad de la especie ya demostrada en el ciclo de lucha recién concluido, es un rasgo distintivo, de fondo, que puede sintetizar las posiciones, aunque diversas, de toda la corriente radical en el comienzo de la nueva época.
La fuerza de la disyuntiva: la vida contra la muerte, en lugar de proletariado contra capital, es signo de una relativa vitalidad teórica; pero también muestra la dificultad para fundar las propias razones en la contradicción específicamente social.
Al ser omitido el hecho de que toda producción es un movimiento social bien preciso, quedó al descubierto la esterilidad de la corriente radical, que ilusoriamente, alucinatoriamente, “subió la apuesta” de sus propias afirmaciones, dirigiéndose a su propio declive y caída en el curso de unos pocos años.
[…]
14. Se abre una nueva fase
En los setenta hubo una significativa ampliación de las perspectivas y fuentes teóricas de los revolucionarios, que correspondió también a un notable enriquecimiento existencial y a la experimentación de nuevas dimensiones.
El deseo de realización práctica inmediata no encontraba salida en las luchas sociales, por lo que se intentó desarrollar una dimensión radical en la vida cotidiana.
Las teorías inmediatistas descubrieron un vasto terreno de aplicación: la delincuencia, la locura, la experimentación sexual, fueron la verdad práctica para muchos de nosotros.
Bajo formas comunitarias o de aventuras individuales, totalmente excluida ya la “política” de nuestros intereses, intentamos pasar a una dimensión creativa, afirmativa, que correspondiese a la exigencia teórica predominante: la de instaurar el comunismo.
La riqueza de estas experiencias escapó en gran parte a la reestructuración posterior, pues para incluirla se habría tenido que tener en cuenta unas peripecias individuales que nunca fueron contadas.
También tuvieron un peso considerable los movimientos de liberación sexual, feministas, homosexuales.
En general, a pesar de los riesgos y las caídas, la experiencia total de esos años parece tan rica y compleja como el movimiento que la precedió; tanto que merece, en ocasiones, ser analizada por separado. Tomada en su conjunto, esa experiencia expresaba ya la necesidad de superar los límites de una práctica que, en sus rasgos más específicos –reconocibles en sus enunciados teóricos– tendía a perder un poco el contacto con la realidad.
Seguramente Cesarano habría considerado positivamente insertarse en el movimiento de la segunda mitad de los setenta. Su entusiasmo por los combates de abril de 1975, que dieron inicio a la historia de la Autonomia Operaia, era patente.
Muchos individuos y grupos manifestaron una tendencia a separarse cada vez más de la realidad, dándole un pésimo uso –entre otros– a la obra del propio Cesarano.
Durante 1975 y sobre todo en 1976 hubo una aparente agudización del reflujo, aunque también hubo síntomas claros de recuperación, especialmente entre los jóvenes que no habían conocido en absoluto las luchas del ciclo anterior.
Los años setenta quedaron partidos en dos con el suicidio de Cesarano. Ya dijimos que se trató de un fracaso colectivo. La contribución de Cesarano no fue para nada indiferente a este nuevo período. Él había percibido con mucha lucidez las nuevas grietas que se estaban abriendo. Estaba solo y enfrentaba graves dificultades. Había abandonado la cómoda vida familiar en su casa campestre de Toscana, incapaz de soportar el aislamiento.
«Invariance» había acogido algunos puntos fundamentales de la teorización de Cesarano, en particular la noción de antropomorfismo del capital (44). Se disponía, por un lado, a publicar los textos que debían fundamentar positivamente la afirmación del comunismo, y por otro a dar una vasta descripción de la “errancia de la humanidad”, una síntesis de la historia que tenía similitudes con la que había escrito Cesarano. Sin embargo, en el caso de «Invariance» se trataba de un interés pasajero: el abandono de la estrecha ortodoxia marxiana habría de llevarles a abandonar el problema “revolución/contrarrevolución” desplazando su interés hacia un inmediatismo realizativo que, más allá de toda su singularidad, se puede resumir como una verdadera regresión hacia las concepciones “naturalistas” de ciertos hippies de la década anterior, naturalismo aplicado al pie de la letra, es justo decirlo, por el fundador y principal exponente de la publicación ex bordiguista [Jacques Camatte].
El hecho es que en gran medida la “teoría radical” se reveló en esos años como un instrumento para liberarse de la tradición marxiana, o de ultraizquierda, o revolucionaria en general; para incursionar en cambio en el oportunismo y el carrerismo, o para rehabilitar la religión, el arte, la familia represiva, etc., tal como sucedió en los años ochenta.
15. Comunismo vs. individuo solo y alienado
Durante el declive de los años setenta se daba por descontado que era imposible sobrevivir por mucho tiempo en la sociedad del capital sin integrarse en ella. Parecía inaceptable tratar de sobrevivir como organización durante un período contrarrevolucionario. Se hacía una crítica despiadada de los grupúsculos extraparlamentarios/bandas mafiosas en las que tendía a convertirse toda organización que pretendiera perpetuarse en la esfera política (o bien en los circuitos económicos “alternativos”, en el arte, o en cualquiera de las posturas estéticas ofrecidas como “estilo de vida”). Esa crítica se nos aplicó también a nosotros de forma despiadada, por la poca organización que habíamos creado, y se extendió además a los agrupamientos autónomos de fábrica y de barrio que nacían por esos años. Todas esas manifestaciones eran rechazadas por ser expresiones “gestionistas” condenadas a integrarse en la miseria que había que criticar y destruir.
En este sentido, la tendencia de Cesarano es paradigmática: disolución de Ludd; ruptura con las últimas ilusiones ideológicas (la ideología cotidianista y la apología del crimen); aislamiento, hasta geográfico (en el campo toscano); dedicación a una actividad teórica de alcances casi limítrofes.
Para nosotros el declive negaba la posibilidad de logros formales, organizativos, activistas. No obstante, el 68 había efectivamente reabierto la época de las revoluciones y en consecuencia de lo que se trataba era de forjar la teoría para hacer frente a la crisis extrema del capitalismo. Se hacía un fuerte hincapié en el contenido del comunismo. En tanto las razones que habían justificado las fases intermedias, el socialismo y la transición, estaban obsoletas, ahora se afirmaba el comunismo como superación de todas las revoluciones precedentes, como liberación de lo reprimido por la historia pasada y al interior de la psiquis de la especie. La cuestión era liberarse de toda la vieja mierda, afrontar con lucidez y profundidad aquella revolución en la revolución que había sido un rasgo tan determinante del período 68-69, y que seguía siendo la dimensión, tan particular, en la que vivían y actuaban los revolucionarios.
El rechazo total y definitivo a proseguir la lucha bajo los términos de la “política revolucionaria”, lo cual habría supuesto inevitablemente integrarse al ser del capital, no supuso ningún desmoronamiento en el plano individual.
El rechazo a la ideología cotidianista, a la “ideología de la crítica de la vida cotidiana”, no debe llevar a engaño. Tal rechazo no implicaba en absoluto un repliegue sobre lo “privado” o sobre el aislamiento del “teórico” revolucionario. La tensión individual seguía siendo tremenda.
Es más. La “práctica del aislamiento” constituía una radicalización extrema de la dimensión revolucionaria, que se sustraía así a todo compromiso y seguía experimentando la aventura de la pasión individual, de la subversión de las relaciones familiares y burguesas, de la ampliación de la consciencia en todas direcciones y por todos los medios.
«Critica dell’utopia capitale» es un ejemplo muy nítido de este último aspecto. En la obra de Cesarano es absolutamente evidente la tensión que atraviesa la individualidad misma del revolucionario: su tono dramático expresa que no se trata “solamente” de “teoría”. El ataque contra la identidad ficticia es llevado hasta el fondo. La crítica pone en tela de juicio al ego “revolucionario” mismo, a su máscara autovalorizante y a los diversos roles que está obligada a representar en la esfera irreal de la sobrevivencia. Al subrayar la naturaleza “biológica” de la revolución se clarifica, más allá de cualquier equívoco, la materialidad de la verdadera guerra.
Es “guerra de amor”: de carne, sangre, sufrimiento y éxtasis.
De esta dimensión subjetiva específica, lo que después de tantos años y tantas derrotas se le puede escapar al revolucionario que lee «Critica dell’utopia capitale», es la exigencia planteada por Cesarano, casi a priori, de rechazar toda nueva ideología.
De hecho, mientras luchaba a fondo contra la reconciliación, bajo cualquier forma, con la sociedad del capital, debió mantener una crítica intransigente de ese neo-normativismo revolucionario, de esos nuevos modelos de “estilo de vida” que en esos años estaban tan presentes en su entorno más cercano.
En síntesis, la lucha de Cesarano debió desarrollarse simultáneamente en varios niveles: por un lado la crítica concreta, la guerra misma, la afirmación del lado más profundo del comunismo, resolución de todas las contradicciones del desarrollo de la prehistoria, “afirmación de la especie humana”, de la Gemeinwesen del hombre. Afirmación “a título humano”, pero que no descuida en absoluto la contradicción viviente que le da sustancia: el individuo revolucionario “suspendido” sobre lo desconocido, pero en movimiento con una dirección bien precisa, hacia el éxtasis, la aventura, la pasión, bajo el látigo de su hambre de lo nuevo y lo auténtico. Así, armado sólo de capacidad crítica y de creatividad, desprovisto de experiencia histórica prefabricada, encontraba en su camino cada vez más obstáculos.
En consecuencia, Cesarano debía evitar a toda costa recaer en una normativa de la radicalidad, en esa intransigencia formalizada cuyos efectos ya conocía. Al mismo tiempo, tenía muy en cuenta que el movimiento revolucionario en su dimensión más amplia, mundial, se estaba disolviendo en las nuevas ideologías nacidas de la recuperación del “estilo de los sesenta”. Si, por ejemplo, la experiencia de los hippies norteamericanos había constituido un aspecto nuevo y auténtico del movimiento revolucionario, ya al inicio de los años setenta el capital había hecho suya firmemente la ideología “transgresora” de los “alternativos” californianos, y la diseminaba en todos los mercados de la ideología.
Cesarano afirmó el profundo contenido “individual” de la revolución, la crítica implacable –asumida por la revolución a partir de los años sesenta– de todas las formas de cotidianidad alienada; negó la autonomización de la teoría en dogmatismo terrorista, en esa especie de faloforia (45) de lo negativo que había tomado, en su entorno, la forma de una ideología de la “ilegalidad” y de un enaltecimiento del vandalismo y el robo; también atacó la difusión ya generalizada de fragmentos de crítica de la vida cotidiana por parte de centros culturales directamente subordinados al capital, que implicaba a amplios sectores del movimiento juvenil contestatario.
En los años noventa el capital difunde sus propios mensajes de un modo extremadamente más directo, y no tiene ningún problema en propagar las ideologías más reaccionarias y decrépitas. Por lo tanto, ya no hace falta la verdadera proeza que Cesarano tuvo que realizar para no ofrecer un modelo ideológico de radicalidad inmediatista, ni hacer guiños a la juventud como hacía Marcuse, mientras se refería claramente al LSD y en general a la destrucción de los límites del ego.
En «Critica dell’utopia capitale» Cesarano explica claramente cómo en el delirio esquizofrénico cae el muro con el que el lenguaje heredado encarcela la comunicación, y por tanto cae la barrera perceptiva que marca la frontera entre el Yo y el mundo, abriendo así la posibilidad explosiva de una relación dialéctica entre un individuo y otro. Al mismo tiempo, debió advertir del riesgo de la “condena privada”, que esperando “la explosión de sentido vivo experimentado como peripecia individual, ha querido prender fuego de una vez a la totalidad del propio sentido” (46). En el «Manuale di sopravivenza», por otro lado, quiso advertir contra las nuevas formas de autovalorización que transforman la experiencia “psicótica” o “neurótica” en un nuevo rol espectacular.
Ciertamente, desde muchos puntos de vista, las cosas hoy se han simplificado. El capital ha superado ya la fase en que podía extraer de la experiencia psicodélica nuevas formas culturales y artísticas o, en otro nivel, podía anexionarse vastos sectores de las nuevas generaciones que tendían espontáneamente a la rebeldía. Lo que hoy está absolutamente en boga es el individuo descrito en «Critica dell’utopia capitale», que percibe con vértigo su propia pertenencia a un mundo Otro y que está imposibilitado de comunicarse con los demás, quienes, partícipes de la alucinación, se le aparecen como máscaras. Es, entre otras, en esta descripción del carácter alucinatorio de ese flujo continuo de relaciones alienadas que forman la cotidianidad del capital, en la que el individuo interioriza gradualmente los roles de su ciclo de valorización –en el trabajo, en la familia, en las relaciones “sentimentales” codificadas–, donde Cesarano escribe algunas de sus páginas más potentes, comprensibles inmediatamente por el revolucionario que se encuentra “perdido” en la realidad de hoy.
Ahora, más que antes, existe el peligro del desarraigo y del desamparo total, pues falta el vínculo con un pasado reciente de revuelta generalizada.
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Notas
42. Giorgio Cesarano, Critica dell’utopia capitale, p. 389.
44. Giorgio Cesarano, Critica dell’utopia capitale, p. 121.
45. Las faloforias eran celebraciones rituales efectuadas en el antiguo mundo helénico. En ellas se portaba un símbolo fálico, objeto de adoración que podía representar bien a Príapo, Dionisio u otras deidades. (NdT)
* Las cursivas son del texto original.
* Las cursivas son del texto original.
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