domingo, 15 de septiembre de 2019

«Bueno para nada» — Mark Fisher (2014)

Nota de LP (Quito, septiembre de 2019): El Capital es la relación social deshumanizada y fetichizada en la cual el trabajo muerto cosificado en forma de mercancía y de dinero vive y reina a costa de chupar trabajo humano vivo sin cesar (el dios Moloch-Valor depredando a la humanidad proletarizada), porque el trabajo humano vivo es el único que tiene el poder de producir valor y plusvalor, corazón del capitalismo. La sociedad capitalista es la sociedad del trabajo; éste es la base material e ideológica de aquélla. El trabajo (trabajo = tripalium = instrumento de tortura en la época esclavista) no es lo mismo que actividad productiva ni mucho menos que actividad o praxis humana, la cual es total, unitaria, libre y creadora por naturaleza. El trabajo es la enajenación de toda la actividad humana bajo la dominación y explotación del Capital, y su separación falsa y esquizoide del resto de actividades humanas "no productivas". El trabajo es la principal forma de alienación, explotación y dominación del Capital sobre el proletariado o la clase trabajadora. 
¿Por qué la mayoría del proletariado no es revolucionaria? Porque le toca dedicarse a trabajar o a buscar trabajo para sobrevivir, es decir para no morir, en lugar de poder dedicarse a hacer la revolución y disfrutar de la vida. Y también por la ideología y la moral del trabajo inseparable de esta condición y práctica material: trabajar es algo "natural", "bueno" y "digno"; en cambio, no trabajar es etiquetado e interiorizado por la mayoría de la sociedad como algo "malo" porque es "vagancia", "pereza", "holgazanería", "improductividad", "parasitismo", etc. Esta dictadura económica e ideológico-cultural del trabajo es la base y la principal característica de la dictadura social o la "hegemonía" de la contrarrevolución; en esto mismo radica la contrarrevolución. El trabajo asalariado es un chantaje de vida o muerte para la clase trabajadora. En la sociedad capitalista, lo único peor que trabajar es no tener trabajo ni dinero. El miedo permanente al desempleo (que no es "voluntario" sino estructural o necesario para el modo de producción/acumulación capitalista) es lo que obliga a la gente a trabajar y "vivir para trabajar". De esta manera, el trabajo nos enajena, explota, domina, enferma y mata tanto física como psíquicamente, tanto material como espiritualmente. 
Sin embargo, hoy más que nunca, en el actual contexto de su "revolución tecnológica" al mismo tiempo que de su crisis mundial de desvalorización y de su catástrofe global, el Capital está produciendo millones de desempleados o "buenos para nada" y, en esa misma medida, millones de desesperados, deprimidos, "desvalorizados", "trastornados", excluidos, aislados, parias y suicidas. En la sociedad capitalista, mientras más se valoriza el mundo de las cosas, más se desvaloriza el mundo de los seres humanos. Y en tiempos de crisis, como el actual, el Capital destruye las fuerzas productivas y los bienes de consumo (ej.: alimentos) que ya no le producen valor; en primer lugar, destruye la fuerza de trabajo "improductiva", el proletariado excedentario o sobrante, mediante el desempleo, la miseria, la hambruna, la pandemia, la guerra, la migración, la cárcel, la "locura", el suicidio. Porque, parafraseando a Basaglia, en el infierno capitalista nada es peor que "la condena de ser bueno para nada, pobre y loco"... 
El proletariado es la clase que vive del trabajo pero que también lucha contra el trabajo. Así como también es la clase que muere trabajando y buscando trabajo; el trabajo paga pero también mata. El proletariado es la contradicción viviente que sólo se afirma como clase revolucionaria y comunidad humana cuando se niega como clase explotada y oprimida, es decir como clase trabajadora, porque su trabajo es su cadena principal y "la gallina de los huevos de oro" del Capital. ¿"Buenos para nada"? Sí, el mismo Capital produce proletarios excedentes, fuera de la norma, rebeldes y buenos para nada más que destruir esta sociedad del capital-trabajo y crear una verdadera vida humana, no por ideología sino por necesidad vital concreta, mediante la vida y la lucha de clases concreta (los que "en cuerpo y alma" ya necesitamos y por tanto ya no podemos esperar la revolución, los "agotados de esperar el fin"). La clave de la revolución proletaria comunista no es la destrucción de la burguesía y su Estado sino la autosupresión revolucionaria del proletariado como la base-raíz para abolir la sociedad de clases toda y vivir como comunidad humana sin clases ni Estados. Revolucionado el proletariado, se revoluciona toda la sociedad. 
Esta revolución entonces ha de incluir a todo el proletariado que luche por dejar de serlo (manual e intelectual; formal e informal; empleado y desempleado/subempleado; de todas las ramas, profesiones y oficios; de todas las nacionalidades, razas, géneros, edades, culturas, subculturas, enfermedades físicas y mentales, etc.), por lo tanto, incluye también a la marginada y olvidada fracción de los proletarios-enfermos-pacientes físicos y mentales que luchan como tales contra el poder médico y, por consiguiente, contra todos los poderes del Capital sobre nuestras vidas y nuestras muertes. Y esto a su vez implica agitación, organización y toma de consciencia individual y colectiva por parte de ellos, mejor dicho, por parte de nosotros: hermanxs psiquiatrizadxs y/o sobrevivientes del sistema de salud mental (en mi caso: sobreviviente de la "locura" y la muerte, pero siempre leal a "la estirpe de Saturno"...) que, considerando la psiquiatrización de la vida cotidiana en curso, cada vez somos más. 
Como dice Mark Fisher: "Comparto mis propias experiencias de aflicción mental no porque crea que haya algo especial o único en ellas, sino para apoyar la afirmación de que muchas formas de depresión son mejor entendidas —y mejor combatidas— a través de marcos que son impersonales y políticos más que individuales y «psicológicos». [...] La reconstrucción de la conciencia de clase es en efecto una tarea formidable, que no puede ser lograda a través de soluciones existentes; pero, a pesar de lo que nos dice nuestra depresión colectiva, puede ser puesta en marcha. Inventar nuevas formas de involucramiento político, revivir las instituciones que se han vuelto decadentes, convertir la desafección privatizada en ira politizada: todo esto puede hacerse, y una vez que ocurra, ¿quién sabe qué es posible?" 
Pues respondiendo a ésta última pregunta dejada por Fisher hay que hacer objetiva y subjetivamente posible, mediante la lucha, la creación de una situación de crisis/ruptura/transformación revolucionaria de la vida cotidiana en todos sus aspectos o frentes de lucha. Subvertirlo y comunizarlo todo. Lo psicológico es uno de esos frentes. La depresión, la ansiedad, todos los "trastornos mentales" y el suicidio son problemas psicológicos. No es un problema individual. Es un problema de clase dentro de esta sociedad capitalista. Lo psicológico es social y político. Lo psicológico es un frente de la lucha de clases. Es necesario asumirlo como tal. Es necesario hacerlo para sobrevivir y para vivir luchando, en medio y a contracorriente de la actual catástrofe o distopía social que sobrevivimos a diario, por la revolución total hasta el fin, en esta y en próximas generaciones, porque quien hace revoluciones a medias cava su propia tumba, y nosotros, por el contrario, vamos hacia la vida.
Algunas claves de esta lucha, como dice Bifo, son la solidaridad de clase contra la depresión y el trabajo asalariado; politizar el malestar psíquico; crear redes de afecto y apoyo mutuo; practicar, agitar y organizar el rechazo del trabajo y la generalización de la solidaridad y la libertad (multiforme y multicolor) como el corazón del comunismo: "El sufrimiento social se vuelve él mismo depresión cuando nubla la capacidad de ser cuidado, acariciado. Y la apertura a recibir una caricia no es solo la condición para la felicidad individual, sino también para la rebelión, para la autonomía colectiva y la emancipación del trabajo asalariado. [...] Encontremos nuevas vías para sanar la depresión dominante sin morir. El comunismo es urgente porque es el único tratamiento auténtico para un dolor que está contaminando el planeta no menos que el calentamiento global, no menos que la bomba nuclear."   

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BUENO PARA NADA — MARK FISHER*

He sufrido intermitentemente de depresión desde que era un adolescente. Algunos de estos episodios fueron sumamente agotadores y resultaron en autolesiones, períodos de abstinencia (en los que podía pasar meses en mi propia habitación, solo aventurándome a salir para cobrar el seguro de desempleo o comprar las mínimas cantidades de comida que consumía) y estancias en clínicas psiquiátricas. No diría que estoy recuperado de esa condición, pero me complace decir que la frecuencia y la severidad de los episodios depresivos han disminuido enormemente en los últimos años. En parte, como consecuencia de algunos cambios en mi situación personal, pero también porque he llegado a tener un entendimiento diferente de mi depresión y de sus causas. Comparto mis propias experiencias de aflicción mental no porque crea que haya algo especial o único en ellas, sino para apoyar la afirmación de que muchas formas de depresión son mejor entendidas —y mejor combatidas— a través de marcos que son impersonales y políticos más que individuales y «psicológicos».

Escribir sobre la propia depresión es difícil. La depresión está en parte constituida por una desdeñosa voz «interior» que te acusa de autoindulgencia —no estás deprimido, solamente te estás lamentando de ti mismo, debes tranquilizarte—; y esa voz tiende a despertarse cuando se hace pública la condición. Por supuesto, no se trata para nada de una voz «interior»: es la expresión internalizada de fuerzas sociales reales, algunas de las cuales tienen un interés particular en negar cualquier conexión entre depresión y política.

Mi depresión siempre estuvo atada a la convicción de que yo era literalmente un bueno para nada. Pasé la mayor parte de mi vida, hasta los treinta años, creyendo que nunca iba a trabajar. A los veinte, anduve a la deriva entre los estudios de posgrado, los períodos de desempleo y los trabajos temporales. En cada uno de esos roles, sentí la misma falta de pertenencia: como universitario, porque era un diletante que en cierto modo había falsificado su camino, no un académico con todas las letras; como desempleado, porque realmente no estaba desempleado como aquellos que honestamente buscaban trabajo; como empleado temporario, porque sentía que me desempeñaba incompetentemente y, en cualquier caso, porque tampoco pertenecía realmente a esas oficinas o fábricas, no porque fuera «demasiado bueno» para ellas, sino cal contrario— porque era sobreducado e inservible, y ocupaba el puesto de alguien que lo necesitaba y lo merecía más que yo. Incluso cuando estaba en las clínicas psiquiátricas, sentía que realmente no estaba deprimido: solamente estaba simulando la condición para evitar trabajar o, en la infernalmente paradójica lógica de la depresión, la simulaba para ocultar el hecho de que era incapaz de trabajar y de que no había ningún lugar para mí en la sociedad.

Cuando eventualmente obtuve un trabajo como profesor en una institución terciaria, estuve eufórico por un tiempo; pero por su misma naturaleza, esa euforia mostraba que no me había sacado de encima los sentimientos de futilidad que pronto conducirían a nuevos períodos de depresión. Carecía de la calma confianza de quien ha nacido para ocupar un rol. En un nivel no demasiado profundo, evidentemente todavía no creía ser el tipo de persona que pudiera tener un trabajo como profesor. ¿Pero de dónde provino esa creencia? La escuela de pensamiento dominante en psiquiatría ubica los orígenes de esas «creencias» en fallos en la química del cerebro, que tienen que ser corregidos con medicamentos; como es sabido, el psicoanálisis y el resto de las terapias influenciadas por él buscan las raíces de la aflicción mental en el trasfondo familiar; mientras que las terapias cognitivas están menos interesadas en localizar el origen de las creencias negativas que en simplemente reemplazarlas por un conjunto de historias positivas. No se trata de que estos modelos sean enteramente falsos, sino de que le escapan —y deben escaparle— a la causa más probable de esos sentimientos de inferioridad: el poder social. La forma de poder social que más me afectó fue el poder de clase, aunque por supuesto el género, la raza y otras formas de opresión producen la misma sensación de inferioridad ontológica, expresada con exactitud en el pensamiento que articulé más arriba: yo no soy ese tipo de persona que desempeña roles destinados al grupo dominante.

A instancias de uno de los lectores de mi libro Realismo capitalista, comencé a investigar la obra de David Smail. Smail —un terapeuta que plantea centralmente la cuestión del poder— confirmó las hipótesis sobre la depresión con las que me había tropezado. En su esencial libro The Origins of Unhappiness [Los orígenes de la infelicidad], Smail describe el modo en que las marcas de clase están diseñadas para ser indelebles. Para aquellos a los que desde la cuna se les enseña a pensarse a sí mismos como inferiores, la adquisición de calificaciones o riqueza raramente será suficiente para borrar —sea en sus mentes o en las mentes de los demás— la sensación primordial de inutilidad que los ha marcado desde su más temprana edad. Alguien que se mueve fuera de la esfera social que «se supone» debe ocupar, siempre corre peligro de sufrir sentimientos de vértigo, pánico y horror: «Aislado, desconectado, rodeado por un espacio hostil, repentinamente te encuentras sin conexiones, sin estabilidad, sin nada a lo que aferrarte para mantenerte erguido o en tu lugar; una vertiginosa y nauseabunda no-realidad toma posesión de ti; te ves amenazado por una completa pérdida de identidad, una sensación de absoluta fraudulencia; no tienes ningún derecho a estar aquí, ahora, en este cuerpo, vestido de ese modo; eres una nada, y ser “nada” es casi literalmente lo que sientes que será tu destino».

Desde hace algún tiempo, una de las tácticas más exitosas de la clase dominante ha sido la responsabilización. Cada uno de los miembros de la clase subordinada es empujado a creer que la pobreza, las faltas de oportunidades o el desempleo son solo culpa suya, y de nadie más. Los individuos se culparán a sí mismos más que a las estructuras sociales, que igualmente han sido inducidos a creer que realmente no existen (solo son excusas, esgrimidas por los débiles). Lo que Smail llama «voluntarismo mágico» —la creencia de que está en poder de cada individuo la posibilidad de ser lo que quiera— es la ideología dominante y la religión no-oficial de la sociedad capitalista contemporánea, impulsada por los «expertos» de los realities y los gurús corporativos así como también por los políticos. El voluntarismo mágico es tanto un efecto como una causa del histórico bajo nivel de conciencia de clase actual. Es la contracara de la depresión, cuya convicción subyacente es que somos los únicos responsables de nuestra propia miseria y que, por lo tanto, la merecemos. Una doble exigencia particularmente despiadada es impuesta hoy sobre los desempleados estructurales en el Reino Unido: a una población a la que durante toda su vida se le ha dado el mensaje de que es inútil, ahora se le dice que puede hacer cualquier cosa que desee.

Debemos entender la resignada obediencia de la población del Reino Unido al mandato de austeridad como la consecuencia de una depresión deliberadamente cultivada. Esta depresión se manifiesta en la aceptación de que las cosas empeorarán (para todos excepto para una pequeña elite), de que tenemos suerte por el mero de hecho de tener un trabajo (así que no tenemos que esperar salarios que le sigan el paso a la inflación), de que no podemos permitirnos la provisión colectiva del Estado de bienestar. La depresión colectiva es el resultado del proyecto de resubordinación de la clase dirigente. Desde hace un tiempo, cada vez aceptamos más la idea de que no somos el tipo de personas que pueden actuar. No se trata de una falla de la voluntad, así como tampoco una persona deprimida puede simplemente «sentirse bien» y cambiar de actitud. La reconstrucción de la conciencia de clase es en efecto una tarea formidable, que no puede ser lograda a través de soluciones existentes; pero, a pesar de lo que nos dice nuestra depresión colectiva, puede ser puesta en marcha. Inventar nuevas formas de involucramiento político, revivir las instituciones que se han vuelto decadentes, convertir la desafección privatizada en ira politizada: todo esto puede hacerse, y una vez que ocurra, ¿quién sabe qué es posible?

Londres, Marzo de 2014

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* Mark Fisher fue un escritor y teórico inglés especializado en cultura musical. Colaborador regular de las publicaciones The Wire, Sight & Sound, Frieze y New Statesman. Fue profesor de Filosofía en el City Literary Institute de Londres y profesor visitante en el Centro de Estudios Culturales de Goldsmith, Universidad de Londres. Entre sus libros se cuentan Capitalism Realism [Realismo Capitalista. ¿No hay alternativa?] y Ghosts of My Life: Essays on Melancholia, Hauntology and Lost Futures [Los fantasmas de mi vida. Escritos sobre depresión, hauntología y futuros perdidos]. Mantuvo «k-punk», uno de los blogs más populares sobre teoría cultural. “Bueno para nada” es uno de los textos que se recogen en su libro Los fantasmas de mi vida.

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Franco Berardi ("Bifo") sobre la vida y la obra de Mark Fisher 

Fisher murió por suicidio el 13 de enero de 2017. Seis días despúes, Franco Berardi publicó el siguiente texto sobre la depresión y Mark Fischer en “Effimera, Crítica e Sovversioni del Presente”.

Llegué a conocer a Mark Fisher solamente en los últimos años, he leído algunos de sus trabajos (no todos) y tuve diversas (pocas) oportunidades de reunirme con él personalmente. En esos momentos, me sorprendió su timidez. Era difícil acceder a la esfera de su intimidad física. No recuerdo si me dio un abrazo, o si yo mismo lo abracé, como lo hago (probablemente de manera demasiado frecuente) con amigos o, en efecto, con cualquiera. Su presencia física emanaba una vibración frágil, y también su voz se quebraba a veces y se volvía inaudible, fina y temblorosa.

Ahora Mark ha hecho algo que no me sorprende, incluso si me produce escalofríos: Mark dio un salto hacia aquella dimensión de la nada.

Y consternados por ello, hablamos sobre la política como si la vida y la muerte, la felicidad y la depresión, dependiese de la política.

Ello no ocurre así. No comprenderíamos nada sobre la crisis social, no imaginaríamos nada acerca del futuro, si no entendemos la felicidad y la depresión. Pero esto no significa que tanto la depresión y la felicidad puedan ser resueltas en el campo de lo político. Nadie está deprimido porque es consciente que no hay salida de la trampa. Eso es desesperación, no depresión. Y la desesperación es una condición de la mente, no del corazón ni del cuerpo. La desesperación (la ausencia de esperanza) no priva a nadie de energía, como lo hace la depresión. Incluso (el Papa) Francisco lo dijo, en una fantástica conversación publicada en La Civiltà Cattolica inmediatamente después de su elección para el Trono de San Pedro. Francisco dijo que la Iglesia es un hospital de campaña y que entre las virtudes teologales ni la fe ni la esperanza son importantes. La caridad es importante, el abrazo, la caricia, la solidaridad.

La decisión de Mark se produce en un periodo en el que el campo social aparece absolutamente desesperado. Si proyectamos materialísticamente el futuro desde lo que se inscribe en nuestro momento presente, vemos la tragedia de la guerra, el racismo, Auschwitz reproducido en las costas mediterráneas, la explotación brutal de aquellos que trabajan por un salario, la eliminación de los pueblos marginales (vean la demonetarización de la India o la agresión fatal de la Unión Europea hacia el pueblo griego).

Mark Fisher explicó su sufrimiento en relación directa con la forma en la que él se percibía a sí mismo bajo la mirada del otro, y dijo que se sentía “bueno para nada”. Somos cientos de millones que, como él, somos forzados a sentirnos bien por nada porque no podemos acatar las demandas competitivas, a cambio de aquello por lo cual nuestra identidad está socialmente certificada.

¿Cómo nos explicamos la depresión a nosotros mismos? Tratamos de darle un sentido, por ejemplo, un sentido político. Y sin embargo el contenido de la depresión no tiene que ver con el sentido sino con la percepción de la ausencia de sentido. Por tanto, como señalaba Hillmann, la depresión es una condición cercana a la Verdad, porque es el momento en el que aprehendemos la no existencia del sentido. Pero la consciencia de la no existencia de sentido no resulta en depresión cuando se tiene a las caricias de la solidaridad para construir una condición dialógica, una en la que la no existencia de sentido sobre vida como la ilusión compartida de lo que llamamos mundo.

Bueno para nada es una expresión que nos vuelve a la dimensión de lo social. Nos vuelve tanto hacia las preguntas que plantea el campo social como a las presiones identitarias que nos fuerzan a aspirar ser algo que no podemos ser. Para explicar lo que es la depresión necesitamos comprender la impotencia, a saber, la incapacidad de actualizar una potencialidad que, aunque inscrita en nuestro ser social y erótico, no se vuelve efectiva.

El núcleo profundo de la depresión consiste en la contracción física, en la incapacidad del cuerpo para tocar el cuerpo del otro, para ser tocado por este. De ese contacto podemos extraer la certeza del significado, que ya no está en el mundo sino en esa conexión táctil misma de mi piel con tu piel.

Mark Fisher escribió que las heridas que nos causan dolor son heridas de clase. Por ellas ocurre que nuestros cuerpos se contraen, incapaces de relajarse cuando son tocados por el cuerpo del otro. Heridas de competencia, de precariedad. Y aun así debemos preguntarnos si es posible ser feliz cuando la explotación nos amenaza y enfrentarse a ella parece inevitable, cuando no vemos una forma de salida del capitalismo. Incluso cuando un demente criminal y racista toma posesión de la bomba atómica, y amenaza con matarnos a todos.

Sí, es posible ser feliz. Incluso cuando no veamos una salida a la explotación y cuando el fascismo se extiende por cada localidad del mundo.

La felicidad no es algo perteneciente a la mente intelectual, sino a la mente corpórea, a la emoción que abre el cuerpo a una caricia. Ni la fe ni la esperanza, sino la caridad, para decirlo en un estilo que no es el mío. No es la consciencia desesperada la que nos hace infelices, sino el efecto depresivo que tiene en nuestro cuerpo empático. El sufrimiento social se vuelve él mismo depresión cuando nubla la capacidad de ser cuidado, acariciado. Y la apertura a recibir una caricia no es solo la condición para la felicidad individual, sino también para la rebelión, para la autonomía colectiva y la emancipación del trabajo asalariado.

La relación entre el deseo y la impotencia nos dice algo acerca de la depresión. Cuando decimos que necesitamos transformar el sufrimiento que brota de la necesidad en un noi desiderante, en un “nosotros deseante” , decimos algo obvio. La pregunta sin resolver está aquí mismo: ¿cómo transformamos el sufrimiento de las personas en necesidad en un “nosotros deseante”?

Aquellos que glorifican el deseo como si fuese una fuerza “buena” no han entendido el punto. El deseo no es una fuerza, sino un campo. Aun más, no es positivo en absoluto: puede, de hecho, ser cruel, malvado, enrevesado, elusivo, destructivo y mortal. El deseo es la pro-tensión de un cuerpo hacia otro cuerpo, una pro-tensión que inventa mundos y construye arquitecturas, carreteras, puertas o puentes, pero también abismos y profundidades. Así que cuando el cuerpo individual o colectivo se ha vuelto incapaz de relajarse, de experimentar placer, cuando el respirar se vuelve nerviosamente fragmentario, entonces es que transformamos el deseo en crueldad o elegimos no desear, a saber, depresión

En los escritos de Mark Fisher que he leído hay ambas, la consciencia de una naturaleza histórica y social de la depresión –el efecto doloroso del ‘there is no alternative’ (que en verdad significa que ‘there is no way out’) – y la rabiosa conciencia de la inaccesibilidad al cuerpo del otro, esto es de una empatía que haga la solidaridad social posible, la complicidad de la gente libre en contra del poder.

El asunto de la impotencia, y por tanto de la depresión, se ha vuelto el más importante de nuestro tiempo. La presidencia de Obama ha sido el triunfo de la impotencia. Se presentó a sí mismo diciendo ‘yes, we can’ porque sabía desde el principio que los estadounidenses quería oír que sí podían, incluso si la experiencia enseña que no podemos hacer nada. No podemos detener la guerra, no podemos controlar el poder financiero, no podemos prohibir a las personas comprar armas en las tiendas de abarrotes, no podemos hacer nada para calmar ni la ansia asesina del pueblo blanco ni el fascismo creciente en el mundo.

Obama ha inspirado tanto la demanda por solidaridad que no encontró concreción como el resentimiento agresivo de aquellos que ingirieron toneladas de píldoras y votaron por un racista con el fin de exorcizar su propia depresión.

Y aquí viene Trump, la concretización de la pesadilla más terrorífica y al mismo tiempo la realización de la pesadilla racista de una humanidad que aspira a la violencia como la única forma de reparación de su miseria y su innombrable depresión –como entendí yo leyendo a Jonathan Franzen. Mark prefirió encarar su fragilidad íntima con sinceridad.

Encontremos nuevas vías para sanar la depresión dominante sin morir. El comunismo es urgente porque es el único tratamiento auténtico para un dolor que está contaminando el planeta no menos que el calentamiento global, no menos que la bomba nuclear.

[Tomado de Comunizar]

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