sábado, 2 de mayo de 2020

Estamos todos juntos en esto

Lucy Johnstone
16 de abril de 2020

Nota de LP (mayo 2020): Este artículo es una crítica necesaria y acertada desde la Antipsiquiatría al contenido y el enfoque del artículo «Se viene una epidemia de trastornos mentales» del sitio Psiquiatría.com

Este texto es una traducción del original publicado en MadintheUK.com y en MadinAmerica.com el 7 de abril de 2020. La imagen que acompaña a la entrada pertenece al archivo de arte de Madinamerica.com, la autoría es de AJ Jakuvowska y se titula «Etapas». 

Desde hace varias semanas me despierto por la noche con una sensación de ansiedad intensa. Me vigilo constantemente para buscar posibles síntomas de una enfermedad mortal. No me puedo concentrar muy bien y mis estrategias de afrontamiento habituales no parecen estar funcionando. Me siento un poco más segura dentro de mi casa, pero también me siento atrapada. Me puedo encontrar bien y al segundo siguiente estar aterrorizada. ¿He desarrollado de repente un “problema de salud mental” curiosamente coincidente con la pandemia de COVID-19?. No, por supuesto que no. Estoy teniendo una respuesta totalmente comprensible a un hecho que supone una amenaza a todo nuestro modo de vida.
Me parecía adecuado hacer este escrito de un modo más personal porque realmente estamos todos juntos en esto. Y no solo me refiero a que estamos juntos como comunidad, o como nación, sino como especie. Junto con el impacto ambiental y el cambio climático -con los que está relacionada- la pandemia es, con diferencia, la mayor amenaza que jamás hayamos enfrentado. ¿Quién puede decir cómo deberíamos sentirnos en esta situación? ¿Dónde trazamos la línea entre “normal” y “anormal”, entre “mentalmente sano” y “mentalmente enfermo”?
Sin embargo, eso es lo que la mayoría de los llamados “expertos” continúan haciendo. Es a la vez terrible y fascinante comprobar cómo se utiliza la narrativa de la “enfermedad mental” para individualizar y patologizar nuestras respuestas, incluso cuando nuestra supervivencia está en peligro. Este hecho ilustra de un modo particularmente crudo la locura del pensamiento psiquiátrico. 
En el Reino Unido y en todo el mundo podemos encontrar por todos lados estos titulares:  Nos dirigimos a una “pandemia de trastornos graves de salud mental”“nos enfrentamos a una epidemia de depresión”. Las organizaciones del tercer sector se están alineando para infundir alarma: Mental Health Foundation opina que 6 de cada 10 personas tienen ansiedad con respecto a la crisis y alerta del riesgo de “problemas de salud mental graves y persistentes”. Se nos exhorta a aprender de la experiencia de China y a prepararnos para una “crisis de salud mental pública”.
Por supuesto, esto no tiene ningún sentido. Una cuestión más sensata sería preguntarse qué les ocurre a las 4 de cada 10 personas que aparentemente no están demasiado preocupadas por lo que está ocurriendo. Deberíamos estar mucho más preocupados por aquellos que niegan alegremente el alcance del problema, especialmente -sin mencionar nombres, aunque ya hay varios de ellos en el escenario mundial- si son líderes políticos encargados de dirigir a sus países en esta crisis.
Hace solo unas semanas, una persona con mucho miedo a salir de su casa por temor a contraer una enfermedad grave y que estuviera gran parte del día lavándose las manos y desinfectando los pomos de las puertas, habría sido diagnosticada como un caso grave de trastorno obsesivo compulsivo (TOC). Ahora, es la descripción de un ciudadano responsable. Nunca hubo una ilustración más clara del hecho de que los juicios sobre quién está mentalmente enfermo y quién no son sociales, no médicos. Nunca fue más obvio que la angustia tiene sentido en un contexto. Situaciones anormales conducen a respuestas extremas o inusuales. Si estamos asustados es porque debemos estarlo.

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Los lectores de Mad in America no necesitan argumentos sobre los daños que produce el etiquetado diagnóstico y, a diferencia del público general, ya estarán familiarizados con la gran cantidad de evidencia que nos muestra que las diversas formas de sufrimiento etiquetadas como “psicosis”, “depresión”, “trastorno bipolar” o “trastorno de personalidad” están fuertemente relacionadas con experiencias de trauma, abuso, negligencia, pérdida, pobreza, desempleo, discriminación y desigualdad. Las voces hostiles que algunas personas escuchan a menudo se hacen eco de las palabras de abusadores de la vida real. El desánimo y la desesperación tienen sentido si te estás enfrentando a la soledad o a la falta de recursos. Las autolesiones y la ansiedad son el resultado predecible de las presiones a las que están sometidos nuestros niños y adolescentes. En otras palabras, cuando son puestas en contexto, estas reacciones son respuestas comprensibles a la adversidad.
Tristemente, traducir estas reacciones humanas comprensibles al lenguaje de la “salud mental” las convierte en una epidemia tan global y tan difícil de abordar como el coronavirus. Bajo el imperativo de “tenemos que hablar de la salud mental” se fomenta cada vez más que todas las formas de sufrimiento sean vistas como problemas de salud mental. Este discurso ha penetrado de manera tan profunda en las mentes de los profesionales, los medios de comunicación y el público general que ni siquiera entienden que esto pueda ser problemático o cuáles podrían ser las críticas. Por poner un ejemplo, el organismo de salud pública en Inglaterra ha lanzado el mensaje de “es normal sentirse ansioso en una crisis”  y ha sugerido una serie de estrategias de sentido común y apoyo social. Sin embargo, la campaña está capitaneada por dos figuras de la Casa Real, el duque y la duquesa de Cambridge, que nos instan a “cuidar de nuestra salud mental”. 
“Salud mental” es una expresión muy seductora, pero en cuanto se convierte en un modo específico de decir “cómo nos sentimos todos”, nos absorbe de nuevo en un marco sutilmente individualizador y medicalizante. Incluso los autores críticos terminan indicando que deberíamos hacer X (donde X son estrategias de afrontamiento cotidianas y apoyo social) en lugar de Y (diagnóstico y psicofármacos) para preservar nuestra “salud mental” -ese misterioso, indefinible pero aparentemente frágil estado mental- sin criticar de entrada el propio concepto de “salud mental”. 
La idea de que estamos frente a dos pandemias simultáneas -una de salud física y, por una trágica coincidencia, otra de salud mental- no solo está carente de sentido: es peligrosa. Si caemos en las redes de esta forma de pensar perderemos la posibilidad de conectar con cuestiones más amplias, tanto -de hecho más, porque no nos daremos cuenta de que lo estamos haciendo- como aquellos que están promoviendo más abiertamente la narrativa médica de la “pandemia de trastornos mentales crónicos”. 
Hay dos razones principales para esto. La primera es que cuanto más etiquetemos reacciones humanas comprensibles como problemas o trastornos de salud mental, mayor será la tentación de centrarnos en tratamientos individuales, ya sean psiquiátricos o psicológicos/terapéuticos. He visto a ambos grupos preparándose para recibir a todos los nuevos clientes creados por la crisis aunque, con casi un 25% de la población de Reino Unido tomando antidepresivos, más valdría ofrecerles apoyo práctico y financiero.
Del mismo modo, sabemos que las intervenciones psicológicas formales pueden ser iatrogénicas si se realizan demasiado pronto. En lugar de contribuir a unirnos solidariamente, las etiquetas diagnósticas nos aíslan y nos silencian y nos mandan el mensaje de que no estamos afrontando las cosas como deberíamos. Por otro lado, se ha demostrado que el apoyo humano cotidiano y el contacto con amigos, vecinos y compañeros, protege contra la desesperación en tiempos de crisis y catástrofes. 
En segundo lugar, las etiquetas diagnósticas y el discurso de la “salud mental” nos impiden lidiar con los motivos más generales de nuestro sufrimiento al desconectar nuestras respuestas con las amenazas. En tiempos más “normales”, esas amenazas generalmente incluyen aspectos como abusos, negligencia, violencia, discriminación y pobreza. Estos factores aún aplican, pero junto con el cambio climático, ahora nos enfrentamos a un grado más de amenaza, más allá de cualquiera que hayamos conocido hasta ahora. 
La tarea inmediata es sobrevivir a la pandemia tan bien como podamos. Esto en sí mismo está demostrando los graves fallos de nuestros sistemas de salud pública y de servicios sociales, y nos recuerda muy necesariamente que los miembros más esenciales de nuestra sociedad son los peor pagados y menos valorados: enfermeras, cuidadoras, repartidoras, dependientas, etc. Tenemos mucho que aprender a medida que vayamos emergiendo a un mundo post-pandémico. 
Pero los aprendizajes necesitan ir mucho más lejos. Existe el peligro de individualizar la crisis y las reacciones de las personas a ella, a pesar de que todas las evidencias sugieren que el COVID-19 no es solo un desastre casual. Se ha predicho durante años basándose en el conocido impacto de la destrucción de hábitats animales, que incrementa la probabilidad de transmisión de virus animales a los humanos. La destrucción ambiental es, a su vez, una consecuencia de la explotación del mundo natural provocada por las demandas de la industrialización. Es como si el planeta estuviera defendiéndose. Un día, a menos que emprendamos una drástica acción colectiva para cambiar las bases de nuestra economía por completo y los valores de nuestro modo de vida en las sociedades occidentales industrializadas, habrá un virus que no podamos combatir.

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Estos argumentos son difíciles de formular, y pueden interpretarse rápidamente como un desprecio insensible al sufrimiento de las personas. Es muy importante no negar la realidad y la intensidad del sufrimiento que muchas personas con diagnósticos de “enfermedad mental” están experimentando en este momento, especialmente si se han encontrado con que de repente los servicios que habitualmente les atienden ahora no están disponibles, y están atrapados en sus propias cuatro paredes sin nadie a quien llamar. He visto llamadas desesperadas de personas que han sido abandonadas por sus equipos de atención psiquiátrica justo cuando necesitan más contacto que nunca. Esto es impactante e injustificable. 
Tampoco queremos asumir que los usuarios del sistema de salud mental como grupo no van a poder con esto. Esto es falso e incluso condescendiente, y hay datos de personas que se manejan con esto mejor de lo habitual precisamente porque cuentan con estrategias para sobrevivir de las que la población oficialmente “normal” carece. Un usuario de un servicio de salud mental tuiteó: “Aquellos de nosotros que ya convivimos con el trauma o con el significativo impacto de los problemas de salud mental en nuestra vida diaria, estamos quizá más preparados o menos quejosos con el auto-aislamiento, para sobrevivir con ingresos bajos, restricciones en nuestros movimientos y recortes en nuestros sistemas de salud o social”. Otra persona dijo: “Nosotros hemos transitado esas emociones extremas y hemos salido hasta el otro lado”.
Las personas con serios problemas de salud física también han señalado que el aislamiento es su modo de vida habitual, y han pedido que no se les vuelva a olvidar cuando el confinamiento se levante. Los supervivientes de la psiquiatría han publicado una impresionante lista de redes de apoyo mutuo y recursos en las últimas semanas, incluyendo un conjunto de estrategias de “sabiduría viva” extraídas de “un conocimiento alcanzado a través de un duro esfuerzo sobreviviendo a experiencias vitales desafiantes”.
El periodista británico John Crace, que tiene su propia historia de sufrimiento psíquico, está viviendo las dos caras de la moneda: “me despierto temprano y por un nanosegundo todo va bien en el mundo. Después mi mente vuelve a.. la realidad de la pandemia de coronavirus. La ansiedad me electrifica. No es solo una sensación de temor existencial, es una entidad parasitaria que se apodera de todo mi cuerpo. Mis hombros y la parte superior de mis brazos hormiguean de miedo, hay una bola de miedo en mis entrañas y tengo calambres en las piernas. Me deja inmovilizado durante casi una hora. Sé que debería levantarme de la cama, pero estoy demasiado asustado para hacerlo … En este momento, no puedo soportar estar en mi despacho en casa. Me siento demasiado solo e inseguro «. Y luego agrega: “Parece que la realidad finalmente se ha puesto de acuerdo con mi neurosis y mi ansiedad. Lo cual puede ser profundamente preocupante para la mayoría de la gente común, pero de alguna manera es casi tranquilizador para mí. Casi».
Está claro que su ansiedad es muy real y abrumadora, pero ¿quién se atreve a decir que no es razonable?. Tal vez todos deberíamos habernos sentido como él durante algún tiempo. De repente, las fronteras entre “ellos” (usuarios de servicios/supervivientes de la psiquiatría) y “nosotros”, los “normales” se están rompiendo. Todos nosotros somos susceptibles de ofrecer y de recibir apoyo.

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Sobrevivir a la pandemia, como la mayoría de nosotros hará, es solo el principio. Deberíamos resistir la tentación de volver a la narrativa médica, incluso a pesar de que las consecuencias sean peores de lo que imaginamos. Los profesionales de la salud probablemente estarán profundamente conmovidos por el sufrimiento que han visto, pero no deberíamos denominarlo como un brote de trastorno de estrés postraumático. La gente que pierda sus trabajos posiblemente se sentirá desesperada, pero no deberíamos describir su situación como depresión y prescribirles fármacos para ella. La recesión económica que seguirá a la pandemia puede conducir a que haya muchos suicidios, como ocurrió con las medidas de austeridad, pero no deberíamos decir que la “enfermedad mental” causó esas muertes. 
El COVID-19 es una crisis nacional e internacional, y no hay duda de que nos dejará una profunda huella a todos. Sin embargo, podemos salir de esta crisis en un mejor estado en el que estábamos si mantenemos conectados nuestros sentimientos con la urgente amenaza que nos ha llevado a ellos, y emprendiendo una acción colectiva para lidiar con las causas subyacentes. Quizá nos veamos finalmente obligados a establecer vínculos entre los niveles crecientes de sufrimiento, miedo, autolesiones, suicidio y desesperación y el daño que produce la austeridad, el empleo precario, la discriminación y la pobreza. Quizá finalmente abandonemos ambos polos de la narrativa de “salud/enfermedad mental” y hablemos mucho más sobre las respuestas humanas normales y válidas a la discriminación, la inseguridad, la desigualdad y la injusticia en nuestras vidas y nuestras comunidades. 
Esta es una oportunidad para cuestionar, no para reforzar, la narrativa de la salud mental, por eso soy parte de un pequeño grupo de personas que intentamos difundir un mensaje diferente en los medios. Hemos tenido algunos éxitos (ver The Guardian y Nursing Standard). Se están preparando más artículos, podcasts y blogs, y hemos recopilado recursos no médicos y no patologizantes en Mad in America.
El “trauma colectivo” puede definirse como un acontecimiento o una situación que desafía el modo de vida, los valores y la identidad de una sociedad completa. Judith Herman, una de las pioneras del trabajo con el trauma, habla del impacto que puede tener en sociedades enteras, no solo en individuos. Afirmó: “La solidaridad del grupo provee de la protección más fuerte contra el terror y la desesperación, y supone el antídoto más poderoso contra la experiencia traumática”. También dijo que el reconocimiento de la verdad y la acción social podrían contribuir a sanar y a sobreponerse a la adversidad. El escritor Ben Okri lo expresó de un modo hermoso: 
“Las preguntas planteadas por la pandemia deberían hacerse extensibles a todos los demás problemas a través de los cuales podrían surgir futuros desastres…cambio climático, atención médica universal, justicia y pobreza. Los valores del mercado deberían ser sustituidos por los valores de la solidaridad humana…Estamos inmersos en un nuevo desierto.. Todos nuestros mitos apuntan a dos direcciones: ascendemos hacia el verdadero significado de la civilización o nos dirigimos al apocalipsis”. 
Creo que ya hay señales de que nos movemos en la dirección correcta. En el Reino Unido, las heridas del Brexit están empezando a curarse: podemos ver a “reminers” ofreciéndose para hacer la compra a “leavers” y la gente está empezando a crear grupos de WhatsApp con sus vecinos para cuidar a los más vulnerables y a las personas mayores. Aunque físicamente separados, estamos de algún modo más cerca que nunca. Para mí, ha supuesto el placer inesperado de tener a mis dos hijos adultos en casa de nuevo, cocinar, y ver películas malas juntos. Otros están encontrando la parte positiva de liberarse de ir cada día al trabajo y de las presiones diarias, del aire limpio y disfrutar de los simples placeres. 
Necesitamos una nueva narrativa del sufrimiento colectivo que reemplace a la narrativa fallida de los trastornos individuales. Necesitamos vínculos humanos y apoyo mutuo. Podemos aprender a manejar nuestros sentimientos de una manera que nos ayude a superar la crisis y nos dé la energía para hacer los cambios sociales y ambientales que tanto necesitamos después. Las líneas divisorias habituales desaparecen ante la emergencia global. Realmente, estamos todos juntos en esto.
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Nota de la traductora: En algunos casos se han mantenido los enlaces originales y en otros se han incorporado enlaces periodísticos de España que señalan el mismo tipo de titulares que la autora del texto señala en Inglaterra. «Reminers» y «Leavers» son apelativos con los que se conoce a las personas que estaban en contra y a favor del Brexit respectivamente.

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