martes, 24 de octubre de 2017

Capitalismo emocional y malestar en una sociedad terapéutica

Nota de LP: A continuación, tres textos cortos que me parecieron interesantes de la revista n° 3-4 de Espai en Blanc: Politizar el malestar (en la cual, dicho sea de paso, también se encuentra un texto del SPK, que publiqué en este blog la semana anterior). Lo que sigue trata básicamente de cómo el capitalismo también aliena y gestiona nuestras emociones y sentimientos, así como nuestros deseos e ideas. De tal manera la sociedad de la mercancía, el individualismo y el espectáculo moldea nuestra subjetividad y, al mismo tiempo, enferma nuestra psique. Sin embargo, como medida social-compensatoria y principalmente de gestión de todo ello, pone a disposición en el mercado e implementa sobre los cuerpos y los cerebros, mil y un tipos de terapia para "mantener nuestra salud mental": desde la psiquiatría más tradicional hasta la "autoayuda" más light. Hoy en día, es común escuchar que "todo" enferma, que "todo" estresa y, por tanto, que "todo" es terapéutico.
Pese a todos estos "nobles esfuerzos" del sistema y sus administradores para regularnos y normarnos, mejor dicho, para "discapacitarnos" en tanto que "ciudadanos" (Tiqqun); en fin, pese a todo ese "poder terapéutico que trata de reconducir el malestar social" (Espai en Blanc), la gente se sigue deprimiendo, sigue sufriendo y se sigue suicidando por millares y millares en todo el mundo. En otras palabras, sigue padeciendo esas "enfermedades del vacío" (Lacán) y lanzándose al mismo, acaso como una forma de protesta también alienada y autodestructiva o, al decir de Abduca, como una forma de "enfrentamiento desplazado". He ahí "el malestar social en una sociedad terapéutica", del cual habla Espai en Blanc (aunque ciertos de sus elementos son posmodernos y por lo tanto criticables.)
Berardi, por su parte, habla de una "epidemia depresiva". Mientras que el Comité Invisible (Tiqqun) en "La insurrección que viene" (2007), nos dice muy a contracorriente que: "No estamos deprimidos, estamos en huelga. Para quien rechaza gestionarse, la “depresión” no es un estado, sino un pasaje, un hasta luego, un paso al lado hacia una desafiliación política. A partir de ahí, no queda otra conciliación más que la médica y la policial. Para ello está bien que esta sociedad no tema imponer el Ritaline a sus niños más despiertos, inicie a cualquiera en las dependencias farmacéuticas y pretenda detectar desde los tres años los “problemas de comportamiento”. Porque es la hipótesis del Yo [capitalista] la que se agrieta por todas partes."
Ésto siempre y cuando se rechace la gestión y la "conciliación", es decir siempre y cuando la depresión sea un "pasaje" hacia la diferencia, mejor dicho, hacia la disidencia psicológica, social y "política". Porque de lo contrario, es decir cuando se trata de un "estado" de abulia y "parálisis permanente", es una mierda (es una mierda pasar deprimido), no sólo porque "la sociedad no ayuda", sino porque así mismo nos quiere el capitalismo para gestionarnos emocional y terapéuticamente. Es más, hace que nosotros mismos "nos gestionemos" bajo su dirección impersonal (p. ej. mediante la "autoayuda" o, por el contrario, mediante la autoflagelación y hasta la autoeliminación). Es una de sus tantas maneras para mantenernos anulados o "discapacitados" como clase y como seres humanos a los proletarios. ("Por eso ¡grito!")
"La enfermedad, la fatiga, la depresión, pueden ser tomadas como los síntomas individuales de aquello de lo que hay que curarse. En ese caso, éstas trabajan para el mantenimiento del orden existente, para lograr mi dócil ajuste a normas débiles, a la actualización de mis muletas. Éstas acompañan en mí la selección de las inclinaciones oportunas, conformes, productivas, y al hacerlo también de aquellas de las que gentilmente deberé despedirme. «Hay que saber adaptarse ¿no?». Pero, tomadas como hechos, mis flaquezas pueden llevar también al desmantelamiento de la hipótesis del Yo, convirtiéndose entonces en actos de resistencia en la guerra en curso. En rebelión y centro de energía contra todo lo que conspira para normalizarnos, para amputarnos. No es el Yo lo que en nosotros está en crisis, sino la forma en la que se nos intenta imponer." (Tiqqun)
En tal sentido, el "reto" vital (o mortal) del explotado-oprimido-alienado-enfermo para empezar a dejar de ser tal consiste entonces en encontrar, dentro de su propia vida cotidiana, el "¿cómo?" que se se deja planteado al final del segundo texto, que yo lo plantearía en cómo no ser sólo un deprimido ("enfermo mental") sino también un revolucionario (o sea un "loco" jaja). Cuestionando y quebrando, a su vez, ese "Yo" tan miserable pero funcional que el capitalismo ha excretado. Sabiendo, además, que esto no es un acto solamente individual sino colectivo (así al principio sólo sea de a dos), porque "nadie se cura solo" sino que la enfermedad o el malestar puede ser "un punto de confluencia para complicidades inéditas". De ahí la consigna de Espai en Blanc: "politizar el malestar", entendido como "el nombre de la imposibilidad de expresar una resistencia común y liberadora". 
Ahora bien, sobre lo de "politizar" el malestar vale decir lo siguiente. Por un lado, lo entiendo en el sentido de tomar conciencia del mismo y manifestarlo como una reivindicación social de la lucha de clases, del mismo modo en que Reich planteaba "politizar la vida cotidiana", principalmente la sexualidad: la "SexPol". Luego Foucault y otros. Y sobre todo lo entiendo como "hacer de la enfermedad un arma". Pero, por otro lado, lo critico porque en esta sociedad la política es la esfera separada del poder enajenado y enajenante, es representación y dominación de una clase sobre otra, invisibilizada y "legitimada" en esta dictadura del Capital llamada democracia. "Politizar" el malestar sería, pues, meterlo al juego político democrático, burgués. Por eso, desde la perspectiva antisistémica radical, existe la crítica de la política y la "anti-política" (ver Cuaderno de Negación nro. 1), cuyo "único programa político es la destrucción de la política", entendida precisamente como esfera de poder separado y como parte de la totalidad histórico-social capitalista. En ese sentido, sería mejor decir "antipolitizar el malestar", de tal forma que esta reivindicación sea "imposible de resolver" para el sistema social y entonces, junto con otras reivindicaciones proletarias, lo agriete y lo agriete hasta que estalle.
P.D. Por azar, mientras comenzaba a redactar esta entrada, escuchaba cantar -en su día- a Charly García "yo no quiero sentir esta depresión... yo no quiero esta pena en mi corazón" en "Yo no quiero volverme tan loco".

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Prólogo:
El malestar social en una sociedad terapéutica


En el primer número de la revista de Espai en Blanc empezamos a abordar la relación que existe entre vida y política. No se trataba tanto de defender un cierto vitalismo –por otro lado difícil de eludir cuando no hay sujetos históricos ni horizontes emancipatorios– como de empezar a explorar la relación misma que liga vida y política, o dicho de otra manera, la multiplicidad de sentidos que se encierran en la cópula «y» que vincula ambos términos.
Se puede afirmar que la característica definitoria de la época global en la que estamos consiste en que realidad y capitalismo se han identificado. Esta identificación se produce después de una Gran Transformación de más de treinta años que ha visto desaparecer lo que antiguamente se llamaba «la cuestión social». No hace falta insistir, una vez más, que la derrota política del Movimiento Obrero está en la base de estas consideraciones. La coincidencia entre ca­pitalismo y realidad significa antes que nada, que ya no hay afuera. Más exactamente, que ya no hay afuera del capital. Todavía dentro del marxismo clásico si bien renovado se ha querido aprehender esta transformación como una subsunción de la sociedad en el capital, y a la vez, como una generalización del trabajo a todos los ámbitos de la sociedad. Aquí es donde entra la vida en tanto que problemática. Subsunción implicaría que la vida (subjetividad, afectos…) es puesta directamente a trabajar para el capital. Este análisis aunque cierto, es insuficiente porque desconoce justamente esa multiplicidad de sentidos que contiene la relación entre vida y política, por lo que nos acaba empujando hacia una posición política equivocada.
Consecuentes con este planteamiento creemos que tendríamos que pasar de un paradigma de la explotación a un paradigma de la movilización global. Evidentemente, este tránsito no implica el fin de la explotación capitalista sino justamente, al contrario, su máxima exacerbación. Desde esta nueva perspectiva, no es que la vida sea puesta a trabajar, es que la vida misma deja de ser un dato objetivo para convertirse en algo subjetivo: vivir es «trabajar» nuestra propia vida, o dicho más claramente, vivir es gestionar nuestra propia vida. Se ha dicho muchas veces que el trabajo era la mejor terapia para tener controlados a los enfermos mentales, especialmente, a los más violentos. «Coged a un furioso, introducidlo en una celda, destrozará todos los obstáculos y se abandonará a las más ciegas embestidas de furor. Ahora contempladlo acarreando tierra: empuja la carretilla con una actividad desbordante, y regresa con la misma petulancia a buscar un nuevo fardo que debe igualmente acarrear: es verdad que grita, que jura a la vez que conduce la carretilla… Pero su exaltación delirante no hace más que activar su energía muscular que se encauza en beneficio del propio trabajo.» S. Pinel: Traité complet du régime donataire des aliénés. París 1836. Pues bien, hoy habría que afirmar que la vida misma es esa terapia. Una terapia de control y de dominio. Aunque pueda parecer inusitado, el efecto represivo que jugaba la obligación del trabajo se reformula como obligación de tener una vida. Ahora se entiende por qué la tesis central a la que llegamos –y se trata simplemente de un corolario de la definición que establecíamos de la época global– puede resumirse así: hoy la vida es el campo de batalla. La vida, en este sentido, no consiste más que en una actividad privada cuya finalidad es producir una vida privada. No somos más que vidas (privatizadas) movilizadas para reproducir esta realidad hecha una con el capitalismo. Esta movilización global reserva un destino diferente a cada vida. A unas las convierte en vidas hipotecadas, a otras en residuales, a otras en emprendedores de sí mismos. El resultado es, sin embargo, común por cuanto en todas ellas el estado que prima es el del «estar solo». Porque en la sociedad-red, en definitiva, estar conectado paradójicamente es estar solo. El malestar social será el nombre de este no-poder, de esa imposibilidad de expresar una resistencia común y liberadora frente a las nuevas condiciones de la realidad. El malestar social no es más que el bloqueo del camino hacia una subjetivización política capaz de enfrentarse al mundo.
Pero para que la movilización funcione este malestar social tiene que encauzarse, y ese encauzamiento debe comportar, en última instancia, su inutilización política. Para ello toda dimensión colectiva del malestar tiene que ser borrada: el malestar social será reconducido a una cuestión personal. Así cada vida se adapta e integra en la propia movilización. El querer vivir del hombre anónimo funciona entonces dentro de la movilización, y como su principal impulsor. De esta manera, vivir acaba siendo sinónimo de movilización. Es por eso que el poder tiene que ser fundamentalmente un poder terapéutico dirigido a mantener funcionando una sociedad enferma. El poder terapéutico no pasa tanto por el internamiento como por la intervención sobre toda la sociedad. Su intervención no perseguirá curar, sino prevenir, evaluar riesgos, chequear aptitudes, y sobre todo, tratar cada caso como particular. Éste es el secreto del modo terapéutico de ejercicio del poder.
Es importante describir sociológicamente este malestar, y así dar cuenta de las múltiples enfermedades del vacío (estados de pánico, depresiones…) que, surgidas por doquier, gestiona el poder terapéutico. Pero lo verdaderamente importante, y es lo que en verdad nos interesa, es politizar ese malestar social. De aquí que la reflexión sobre la sociedad terapéutica tenga que ir acompañada de un análisis del estatuto de lo político en la actualidad. Que la vida es actualmente el campo (político) de batalla nos obliga a pensar nuevamente qué significa politizarse, ya que la politización parece ser esencialmente un proceso de autotransformación personal. Si toda politización tiene que arrancar de la propia vida, y habrá que ver lo que eso comporta, ocurre que una política que se ponga como objetivo la politización de la existencia adopta, paradójicamente, la forma de una terapia. Este resultado tiene mucho de autocontradictorio y es inaceptable, por cuanto la «forma» terapia implica la existencia de un experto, y en definitiva, una relación jerárquica. Pero no es fácil salir del atolladero. Si forzosamente estamos obligados a acercar nuestra política –la política que impulsa la politización de la existencia– a una terapia, entonces hay que pensar una política-terapia que se libere de la terapia misma. No sabemos cuál es el camino, pero estamos convencidos de la necesidad de apuntar más lejos del horizonte terapéutico. El Colectivo Socialista de Pacientes (SPK) defendió valientemente que había que «hacer de la enfermedad, un arma». Este puede ser un buen lema para pensar la interrupción de la movilización global, y encarar así esa vía que desconstruye desde dentro mismo la propia terapia.

Espai en Blanc
16.02.2008
 
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El capitalismo emocional


Reseña de: Eva Illouz: Les sentiments du capitalisme, Ed. Seuil, Paris, 2006 (existe traducción española reciente en Katz)

 

Es ya un lugar común afirmar que el capitalismo actual «pone las vidas a trabajar» con lo que subsume la subjetividad al completo: inteligencia, emociones, sentimientos… El análisis de este sometimiento se realiza a partir de la categoría foucaultiana de biopoder. Según Foucault, uno de los fenómenos fundamentales del siglo xix consiste en que el poder se hace cargo de la vida. Esta estatalización de lo biológico apunta a gestionar la población en tanto que cuerpo múltiple formado por innumerables cabezas. En lugar de adiestramiento-disciplina lo que persigue esta nueva tecnología de poder es seguridad-regulación. Negri y otros completarán este análisis poniéndolo en relación con el conocido «fragmento de las máquinas» de los Grundrisse de Marx. Los resultados y los límites de este proceder son conocidos.
La novedad que supone, en cambio, este libro de Illouz reside en que a la hora de abordar los sentimientos, en especial la relación entre la economía y la vida emocional, se hace desde unas referencias completamente diferentes. Lo que la autora hace es mostrarnos el surgimiento del discurso terapéutico, y su progresiva entrada en todos los ámbitos de la realidad: (el ejército, la empresa, etc.) siempre con la finalidad de aumentar la productividad y garantizar la disciplina. De esta manera se encuentran el lenguaje de la afectividad y el lenguaje económico de la eficacia, y así nace lo que Illouz denomina el capitalismo emocional. El modelo que la psicología va a propagar es el de la comunicación. «La comunicación es, pues, una técnica de gestión de sí que se apoya ampliamente en el lenguaje y en una gestión apropiada de las emociones, que apunta a obtener una coordinación inter e intra-emocionales» (pag. 43). El modelo de la comunicación remite, en última instancia, a una lógica del reconocimiento y aquí la referencia a los trabajos de A. Honneth es necesaria. La conclusión es que la esfera económica, contra lo que pudiera pensarse, no está vacía de sentimientos sino que, bien al contrario, en ella los afectos existen pero están dominados por un imperativo de cooperación y un modo de resolución de los conflictos basado en el reconocimiento. En esta medida, se puede bien decir que el modelo de la comunicación no implica comunicación alguna: por un lado, neutraliza los sentimientos como la cólera, la frustración o la vergüenza; por otro lado, acentúa el subjetivismo y el sentimentalismo al primar la expresión de las emociones por encima de todo. En el capitalismo emocional el buen manager es psicólogo y la productividad depende de una buena gestión de las emociones.
El discurso terapéutico especialmente formulado como discurso del Self-Help («autoayuda»), y de su correspondiente otra cara, el relato del sufrimiento, se ha consolidado fuertemente. La intervención del Estado, el feminismo, los laboratorios farmacéuticos, etc. han sido determinantes para ello. Desde el discurso terapéutico nuestra vida tiene que ser comprendida como una disfuncionalidad generalizada, precisamente para poder ser superada. El discurso terapéutico permite ligar las emociones al desarrollo del capital. Pero a pesar de todo, Illouz no quiere hablar de «administración total» o de «sociedad disciplinaria». Para ella la lógica que liga capital/sentimientos es una lógica ambivalente ya que el propio discurso terapéutico tiene elementos positivos: da seguridad al Yo frente a la incertidumbre de un capitalismo desbocado, permite negociar con la realidad. Constatar esta ambigüedad del discurso terapéutico es el aspecto más interesante del libro. Y, sin embargo, dicha ambigüedad es a su vez ambigua. Afirmar como se hace en el libro que la introducción de las emociones en la empresa la democratiza es totalmente irreal. Hoy, cuando no existen sujetos históricos, la crítica tiene que arrancar efectivamente de nuestra propia vida. Poner la propia vida en el centro de la subversión es seguramente más fácil en una sociedad cuyo discurso hegemónico es el terapéutico. Sólo haría falta tergiversarlo, girarlo en contra de sí mismo. Pero ¿cómo?

Espai en Blanc
28.09.2009

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Primer cerco.
"I AM WHAT I AM"

«I AM WHAT I AM.» Es la última ofrenda del marketing al mundo, el último estadio de la evolución publicitaria, por delante, muy por delante de cualquier exhortación a ser diferente, a ser uno mismo y beber Pepsi. Décadas de conceptos para llegar a esto, a la pura tautología. Yo = Yo. Él corre sobre una cinta frente al espejo de su gimnasio. Ella vuelve del trabajo al volante de su Smart. ¿Se encontraran?
«SOY LO QUE SOY.» Mi cuerpo me pertenece. Yo soy yo, tú eres tú, y esto no funciona. Personalización de masas. Individualización de todas las condiciones de vida, de trabajo, de desdicha. Esquizofrenia difusa. Depresión rampante. Atomización en fines particulares paranoicos. Histerización del contacto. Cuanto más quiero ser Yo, más tengo la sensación de un vacío. Cuanto más me expreso, más callo. Cuanto más me persigo, más fatigado estoy. Yo tengo, tú tienes, nosotros tenemos nuestro Yo como una fastidiosa ventanilla administrativa. Nos hemos convertido en representantes de nosotros mismos –ese extraño comercio– en garantes de una personalidad que, al final, se parece demasiado a una amputación. Garantizaríamos nuestra ruina total con la misma torpeza apenas disimulada.
Mientras tanto, gestiono. La búsqueda de mi mismo, el blog, mi apartamento, las últimas chorradas de moda, las historias de pareja… ¡la de prótesis que se necesitan para sostener un Yo! Si «la sociedad» no se hubiese convertido en esa abstracción definitiva, designaría el conjunto de muletas existenciales que se me tienden para permitirme ir tirando, el conjunto de dependencias que he contratado al precio de mi identidad. El discapacitado es el modelo de la ciudadanía que viene. No deja de ser premonitorio que las asociaciones que lo explotan reivindiquen ahora para él la «renta de existencia».
La omnipresente conminación a «ser alguien» mantiene el estado patológico que convierte en necesaria esta sociedad. La conminación a ser fuerte produce la debilidad por la que se mantiene hasta el punto que todo parece tomar un aspecto terapéutico, incluso trabajar, incluso amar. Todos los «¿Cómo va?» intercambiados a lo largo del día hacen pensar en una sociedad de pacientes donde unos a otros se toman la temperatura. Hoy la sociabilidad está hecha de mil pequeños nichos, de los mil pequeños refugios donde todavía se encuentra calor, donde en cualquier caso, se está mejor que en la fría intemperie. Allí donde todo es falso, pues todo es únicamente un pretexto para calentarse. Donde nada puede suceder porque nos empleamos sordamente a tiritar con los otros. Pronto esta sociedad no se sostendrá más que por la tensión hacia una ilusoria curación sostenida por todos los átomos sociales. Es una central que mueve sus turbinas a partir de una gigantesca retención de lágrimas siempre a punto de derramarse.
«I AM WHAT I AM.» Jamás dominación alguna encontró consigna más incuestionable. La conservación del Yo en un estado de semi-ruina, en un semi-desfallecimiento crónico, es el secreto mejor guardado del orden de cosas actual. El yo débil, deprimido, autocrítico, virtual, es por esencia, ese sujeto siempre adaptable que precisa de una producción fundada en la innovación, en la obsolescencia acelerada de las tecnologías, en el constante cambio de las normas sociales, en la flexibilidad generalizada. Él es a la vez el consumidor más voraz y, paradójicamente, el Yo más productivo, aquél que se volcará encima del más pequeño de los proyectos con el máximo de energía y avidez, para volver más tarde a su estado larvario de origen.
¿»LO QUE SOY», pues? Atravesado desde la infancia por flujos de leche, olores, historias, sonidos, afecciones, juegos infantiles, sustancias, gestos, ideas, impresiones, miradas, canciones y comida. ¿Lo que soy? Ligado por todas partes a acontecimientos, lenguas, recuerdos, a toda clase de cosas que, sin lugar a dudas, no son yo. Todo lo que me ata al mundo, todos los lazos que me constituyen, todas las fuerzas que me pueblan no tejen una identidad, aquella que se me incita a blandir, sino una existencia, singular, común, viviente, de donde emerge, por momentos, en ciertos lugares, ese ser que dice «yo». Nuestro sentimiento de inconsistencia no es más que el efecto de la estúpida creencia en la permanencia del Yo, y del poco caso que hacemos a lo que nos hace.
Produce vértigo ver reinar sobre un rascacielos de Shangai el «I AM WHAT I AM» de Reebok. Occidente avanza por doquier y con él su caballo de Troya favorito, esa insoportable antinomia entre el Yo y el mundo, entre el individuo y el grupo, entre el vínculo y la libertad. La libertad no es el gesto de deshacerse de nuestros vínculos, sino la capacidad práctica de operar sobre ellos, de moverse en su seno, de establecerlos o cortarlos. La familia no existe como familia, es decir como infierno, más que para aquellos que han renunciado a alterar sus mecanismos debilitantes, o no saben como hacerlo. La libertad de borrarse siempre ha sido el fantasma de la libertad. No nos libramos de lo que nos estorba sin librarnos al mismo tiempo de aquello sobre lo que nuestras fuerzas podrían emplearse.
«I AM WHAT I AM», pues, no como una simple pesadilla, una mera campaña publicitaria, sino como una campaña militar, un grito de guerra dirigido contra todo lo que hay entre los seres, contra todo lo que circula indistintamente, todo lo que los liga invisiblemente, todo aquello que obstaculiza la desolación absoluta, contra todo lo que hace que existamos y que el mundo no tenga el aspecto de una gran autopista, de un parque de atracciones o de una ciudad de nueva planta: tedio puro, sin pasión y bien ordenado. Espacio vacío, helado, donde sólo transitan cuerpos matriculados, moléculas automóviles y mercancías ideales.
Francia no es la patria de los ansiolíticos, el paraíso de los antidepresivos, la Meca de la neurosis, sin ser al mismo tiempo el campeón europeo de la productividad horaria. La enfermedad, la fatiga, la depresión, pueden ser tomadas como los síntomas individuales de aquello de lo que hay que curarse. En ese caso, éstas trabajan para el mantenimiento del orden existente, para lograr mi dócil ajuste a normas débiles, a la actualización de mis muletas. Éstas acompañan en mí la selección de las inclinaciones oportunas, conformes, productivas, y al hacerlo también de aquellas de las que gentilmente deberé despedirme. «Hay que saber adaptarse ¿no?». Pero, tomadas como hechos, mis flaquezas pueden llevar también al desmantelamiento de la hipótesis del Yo, convirtiéndose entonces en actos de resistencia en la guerra en curso. En rebelión y centro de energía contra todo lo que conspira para normalizarnos, para amputarnos. No es el Yo lo que en nosotros está en crisis, sino la forma en la que se nos intenta imponer. Se quiere hacer de uno un Yo bien delimitado, perfectamente separado, clasificable y categorizable según calidades, en suma: controlables, cuando somos criaturas entre criaturas, singularidades entre nuestros semejantes, carne viviente tejiendo la carne del mundo. Contrariamente a lo que se nos dice desde la infancia, la inteligencia no consiste en saber adaptarse –de tratarse de eso– sería la inteligencia de los esclavos. Nuestra inadaptación, nuestra fatiga no son problemas más que para aquello que trabaja con el objetivo de someternos. Éstas más bien señalan un punto de partida, un punto de confluencia para complicidades inéditas. Muestran un paisaje ciertamente más arruinado, pero infinitamente más compartible que cualquier delirio que esta sociedad pueda sostener por su cuenta.
No estamos deprimidos, estamos en huelga. Para quien rechaza gestionarse, la «depresión» no es un estado, es un pasaje, un hasta la vista, un hacerse a un lado hacia una desafiliación política. Una vez dado el paso no hay otra conciliación posible que la suministrada a través de medicamentos, y policial. Esto explica porque esta sociedad no duda en recetar el Ritaline a sus niños demasiado vivaces, trenza a toda máquina ristras de dependencias farmacéuticas y pretende detectar desde los tres años los «problemas de comportamiento». Porque es la hipótesis del Yo la que por todas partes se fisura.
Extracto del libro L’insurrection qui vient publicado por Comité invisible en la editorial La fabrique (Paris, 2007). Damos gracias al Comité Invisible.
 Espai en Blanc
28.09.2009

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